8 abr 2014

Amor, de vos yo siento más que sé

Es muy posible que el amor sea la única épica cotidiana al alcance de los mortales, el único consuelo, el único milagro. En contrapartida del poder del sentimiento, a medio camino entre la grandeza del demiurgo y el simple titiritero, su estabilidad resulta muy vulnerable y contiene con cierta frecuencia el engaño, la crueldad, el duelo, el desapego, la playa pedregosa donde mueren les tentativas infortunadas. En la lucha de siempre entre cualquier cosa y su contrario, entre la luz y las sombras, nada está jugado del todo, en un permanente baile de hojas arrastradas por el viento, salutífero o bien maléfico, sin saber muy bien por qué. Lo decía el poeta Ausiás March el siglo XV: “Amor, de vós jo en sent més que no en sé, de què la part pitjor me’n romandrà, 
e de
vós sap lo qui sens vós està.
 A joc de daus vos acompararé” (Amor, de vos yo siento más que sé, de que la parte peor me tocará, y de vos sabe quien sin vos está: a juego de dados os compararé).
El amor prevalece sobre el conocimiento, la sinrazón también. Debe haber amores razonables y estables, así como grandes amores inexplicables y malogrados. Los cínicos, los fatalistas de la condición humana y los bobos pretenden que el amor no es más que una reacción química sublimada por los poetas, una utopía emocional de los románticos irreparables, un recurso retórico a la arcadia artificiosa de quienes no saben vivir solos, una evasión más o menos compartida del miedo al tedio, un pacto celular transitorio de conveniencia mutua, la última quimera a propósito de la tierra prometida, el equivalente laico del mito de la salvación, la eterna ilusión de creer que la felicidad consiste en hacer feliz a otro y pensar que el rumbo de la vida puede mejorar con generosidad y pasión. 
Otros suponemos que para amar es preciso primeramente saber maravillarse, mirárselo con un estado de sorpresa, creer en ello con cierta disposición y celebrar que el sol y el deseo aparecen cada día. Los contraopinantes aducen que el amor comienza y acaba con la misma naturalidad que el ciclo de las estaciones y que no debe buscársele más explicaciones que a la ley de la gravedad universal. El matrimonio, la pareja –el pacto— les parece una jaula, la cruz sacrificial de la libertad y la independencia. Son personas que pueden cambiar de sentimientos como quien varía la disposición del mobiliario de casa, aunque sea con pérdidas colaterales inevitables. 
Otros prefieren compartir como respirar y sentir el impulso de la atracción como la energía que requieren cada día para levantarse. También lo llaman ganas de sentirse queridos, de ser invitados de vez en cuando a una fiesta de los sentidos, que les prometan maravillas al oído de madrugada y que la pasión no se limite a un vago murmullo de la memoria. Son conscientes de que después puede llegar la factura, pero de momento optan per enardecerse por algo o por alguien.
Consideran la pasión una categoría de la sangre y que no puede alcanzarse nada sin una dosis de vitalismo, visto como antídoto de la apatía. Aseguran que las emociones no las traen a casa por mensajero como las pizzas. Les escucho, a unos y otros, con vivo interés.

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