18 sept 2014

El otoño es una de las estaciones más vitales, digan lo que digan

Al otoño que arranca el próximo martes le atribuyen  una imagen melancólica y crepuscular francamente excesiva. En realidad ofrece momentos del año de una vitalidad culminante, barnizados por la luz licorosa y amansada de después de la vendimia. Las horas de luz se acortan, los días no. Los días maduran, se aquietan, se aplacan, se preparan para hivernar cuando llegue el frío punzante. Llueve algo más, afortunadamente. Aparecen las mejores setas, la uva de "km 0”, los higos, las confituras, los suntuosos platos de caza con gusto a bosque. En las playas resguardadas se está mejor que nunca, los días propicios. No siento la supuesta melancolía del otoño como un símbolo de decaimiento, un presagio triste, cenizo y enfriado. El otoño me
estimula igual que las otras estaciones a acometer y sentir las cosas propias del momento, que son muchas. La estación tercera tal vez no ostente ningún liderazgo, pero se defiende perfectamente frente a las ventajas e inconvenientes de las otras tres. Por más que me esfuerce, no le veo ninguna metáfora de la naturaleza sobre la decadencia terminal, sino más bien una espléndida metáfora del gozo de la maduración.
Se dan en otoño decadencias terminales, claro está, como en cualquier estación. Ya sabemos que el rebrote general es característico de la primavera, pero en otoño y en invierno también rebrotan algunas cosas y algunas promesas. En el supuesto que nuestra civilización haya entrado en una fase otoñal, cosa muy posible, no significa su condena a muerte, sino la necesidad de acumular fuerzas para reverdecer. 
En otoño he vivido algunas de las experiencias más vitales. Un año me encontraba en Nueva York alrededor de Halloween y me sorprendió el empeño de mis parientes residentes allí por llevarme a comer a Bear Mountain y contemplar la caída de la hoja en los bosques de la zona, aunque fuese día festivo y tuviéramos que soportar colas de carretera y largas esperas en los restaurantes del lugar. Con el máximo respeto hacia el entusiasmo de los demás, observé que la caída de la hoja y la explosión de colores otoñales en los bosques de Nueva Jersey resultan igual de atractivos que en tantos otros bosques, parques o jardines de mi país de origen, incluso en el reducido parque urbano situado delante de casa, que es donde sigo el fenómeno cada año. 
Mis parientes norteamericanos se obstinaban en considerar que me habían conducido a un espectáculo natural único, de reputación universal y características incomparables. No les podía defraudar y me extasié educadamente. Los bosques de la Costa Este de Estados Unidos y Canadá son sin duda de dimensiones superlativas, acostumbrados a un estado de conservación envidiable, favorecidos por una avanzada reglamentación preservadora y por la devoción de los usuarios que les rinden culto en fechas señaladas. Mi unidad de medida, en cambio, se ha formado en un país de minifundios y matices locales. El gigantismo no me admira por sí solo. Al contrario, me inquieta mucho más que su reducción a escala alcanzable. 
Al llegar el otoño veo cada año en las revistas ilustradas reportajes exuberantes sobre el indian summer o veranillo de San Martín de los grandes bosques norteamericanos, con las fotos de la caída de la hoja y su exhibición de colores. Recuerdo la ilusión con que me lo enseñaron sobre el terreno. Si no me desplazo al Montseny, al Pirineo o a cualquier otra comarca, salgo de casa y bajo a mirarme los arces del pequeño parque de enfrente, encajonado entre edificios y ahogado por la circulación. Me siento en un banco de piedra, asisto embelesado al equivalente de indian summer que tengo materialmente al alcance y agradezco a mis anfitriones norteamericanos haberme llevado a Bear Mountain para inocularme con tanta firmeza una de las ilusiones activas del otoño.

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