24 mar 2015

Bajo la estatua de Pushkin, en la plaza de las Artes de San Petersburgo

En la plaza de las Artes de San Petersburgo, presidida por la estatua en bronce del escritor Aleksandr Pushkin, ante el actual Museo Ruso, me pareció observar que las jóvenes madres rusas empujan los cochecitos de los bebés como un trofeo, sobre todo cuando el cielo abandona el filtro de ópalo ahumado y aparece un rayo de sol, fuera de los momentos de grandes nevadas. Entonces las madres coinciden en los cuatro bancos colocados bajo la estatua de Pushkin con los estudiantes enamorados y algunos paseantes ociosos como yo. Esa paz urbana no es frecuente en una gran ciudad marcada por tragedias y recuperaciones. La atmósfera calma de la plaza de las Artes petersburguesa tal vez sea el último legado del venerado escritor Pushkin, padre de la literatura rusa moderna y romántico héroe nacional. Son títulos merecidos, como puede apreciarse leyendo a la sombra amable de la estatua cualquier asequible traducción de sus Narraciones completas. Tanto Pushkin como Dostoievski nacieron en Moscú, pero vivieron en San Petersburgo y aquí escribieron sus obras cumbre. También una parte de Ana Karenina de Tolstoi transcurre en esta ciudad, igual que determinadas narraciones de Gógol (La
Perspectiva Nevski), en los mismos barrios donde residieron Ana Akhmatova, Maiakosvi y Nabokov.
Al llegar Vladimir Putin de primer teniente de alcalde de San Petersburgo a presidente de Rusia, aprovechó el tricentenario de la fundación de la su ciudad natal en 2003 para facilitar unas inversiones de rehabilitación urbana largamente esperadas, urgentes, básicas. El dinero puso al día las grisuras soviéticas y la corrosión del paso del tiempo, una vez abandonado el nombre de Leningrado y recuperada la santidad histórica. Se celebró asimismo una concurrida edición especial de las Noches Blancas del mes de junio, cuando el sol no se pone del todo y el fenómeno de lívida claridad nocturna equivale a fiesta multitudinaria en la calle. 
La hormigueante avenida que lleva el nombre de Perspectiva Nevski lo lleva con toda propiedad. Su efecto óptico desemboca en la elegancia aérea de la Aguja Dorada, el emblema fulgente de esta ciudad portuaria, la filiforme cúpula del Almirantazgo revestida con panes de láminas de oro. El jovial reflejo de la flecha pugna la mayor parte de días contra un cielo de plafón bajo, adormecido, circunspecto. Me entretuve en contemplar, sentado en otros bancos públicos, el diámetro espectacular de las gorras de plato de los oficiales que salen del edificio del Almirantazgo. 
Como casi todos los demás edificios históricos de la ciudad, este también se asoma a la grandiosidad del río Neva, en cuyo delta el zar Pedro el Grande decidió construir de cero su capital abierta al mar, a las innovaciones, al mundo exterior. El puente de la Strelska facilita una panorámica imborrable sobre el resultado de aquel esfuerzo megalómano y sobre el Palacio de Invierno, con su larguísima fachada versallesca estucada en color azul turquesa por la moda barroca. 
El museo del Hermitage siempre ha ocupado una parte del Palacio de Invierno, el edificio que asaltaron los soviets en armas para derribar al gobierno burguès y abrir paso a la nueva era. Hoy el Hermitage se ofrece en franquicia y ha abierto una sucursal en Amsterdam, que posiblemente no será la última. 
Una de las colecciones más famosas del mundo puede envanecerse de presentar la bagatela de 40 Picassos y 30 Matisses, entre otras obras maestras. Los ventanales del museo proyectan la mirada hacia la majestad barroca de la plaza del Palacio (popularizada por el film Goldeneye, de James Bond), una explanada generalmente desnuda, por la desproporción entre su magnitud y los puntos infinitesimales de los transeúntes, salvo los días de grandes desfiles oficiales. 
Los actuales hombres de negocios actúan en los salones del legendario Hotel Europa, recién restaurado con lujo, si no se prefiere desviar la mirada desde sus balcones hacia la adyacente plaza de las Artes, aquel pequeño oasis de paz urbana presidido por la estatua de Pushkin, donde las jóvenes madres empujan los cochecitos de sus niños como un trofeo.

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