1 feb 2016

La parte inmaterial y la otra de un asado argentino en vivo

Tiempo atrás me enseñaron, sobre el terreno, que un asado argentino no es exactamente lo mismo que una barbacoa. No es ni siquiera tan solo una comida. He podido confirmar con reiteración aquella enseñanza, por ejemplo ayer domingo en casa de Horacio e Isabel, con Rodolfo al “piano” de la parrilla. Un asado argentino es, ante todo, un ritual de encuentro entre amigos. Contiene una parte inmaterial que le da atmósfera y sentido, un trato fáustico entre la solidez de principios y la debilidad de la carne, un reflejo de la vida y su celebración. Un asado es, fundamentalmente, una cuestión sentimental. Hay buenos restaurantes especializados, pero comer un asado en un restaurante, por más amabilidad y calidad que le ponga el establecimiento, no deja de ser un trato
mercantil. El asado particular, entre amigos, constituye un sacramento civil en el que los ingredientes inaparentes son el sello de cada ocasión.
Los prolegómenos forman una parte importante del asunto, como en tantas otras cosas que se comen. La lentitud del fuego resulta obligada. Antes de pasar a la mesa es preciso comer de pie un humilde choripán bien preparado, el primer peldaño y el que más apetece, cargado de expectativas. 
Luego llegarán al plato, por orden, la tira, el vacío y la entraña, si no se han podido incorporar por dificultades técnicas de aprovisionamiento las exquisitas y viscerales achuras (riñón, molleja, chinchulín). La salsa chimichurri es opcional, yo me la pongo. 
El vino resulta tan importante como la carne, tal vez más. Un asado mediocre puede verse salvado por un buen vino, mientras que la inversa es más difícil. La ensalada y los postres se agradecen, sobre todo si entre las comensales figuran un par de reposteras de fama. 
La sobremesa, eso no debería ni decirse, vale por todo lo demás. Saber “cocinar” una buena sobremesa no está siempre al alcance de los mejores cocineros, solo de los mejores anfitriones. La calidad de la amistad entre los reunidos cuenta mucho. Los asados de negocios no se saborean igual, la mayoría de las veces no se saborean de ninguna manera. 
Un asado sin guitarreada sería un asado viudo, rengo, desolado. La guitarreada de ayer fue de primerísimo nivel, gracias a Rabito, Juan Carlos, Luis y Horacio a las guitarras, y Almut al bandoneón. Escuché de nuevo en vivo casi un centenar (no exagero) de canciones, zambas, cuecas, chacareras, valsecitos y tangos, incluso algunos rocks bailables. Sentí asimismo la inmensidad en el pecho de “Las golondrinas”, de Jaime Dávalos y Eduardo Falú:

¿Adónde te irás volando por esos cielos,
brasita negra que lustra la claridad?
Detrás de tu vuelo errante mis ojos gozan
la inmensidad, la inmensidad...

o también, como para rematar, una colosal versión de “Horizonte de octubre”:

Los nombres de los que quise con el tiempo se diluyen,
vuelvo porque sin amigos no hay alegría que dure,
vuelvo porque sin amigos, mi Tucumán, no hay alegría que dure.

Esta vez lo celebramos en Sant Feliu de Guíxols, aunque el lugar es uno de los factores más intercambiables. El espíritu del asado viaja.

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