14 mar 2016

Fuimos a comulgar “bunyetes”, la magdalena de Proust mejorada

Ayer nos acercamos a Millars, a 20 km de Perpiñán, para satisfacer la pulsión golosa, pascual y jubilante de comer “bunyetes” como si se tratase de un reflejo casi fisiológico, una segregación de la memoria, una experiencia de base emotiva, una certeza antigua capaz de interpretar la vibración de la vida y el instinto de supervivencia del mito. Para cualquier amante del Rosellón las “bunyetes” de Pascua son como la magdalena de Proust mejorada, un impulso antiaging, una inclinación de la expresividad parental que durante el resto del año dormita entre la ceniza para mantener le energía subyacente. Equivalen más o menos a los buñuelos ampurdaneses de las mismas fechas, a los “crespells” del Vallespir, Cadaqués y las Baleares, a
las “orelletes” de otras comarcas. Llamarles crêpes sería un galicismo burdo, además de una equivocación, por el protagonismo aquí del aceite de oliva meridional.
Las “bunyetes” no tienen comparación ni equivalente, son únicas y exclusivas, flamantes, redondas y cruciales. Van íntimamente asociadas al factor emocional del airecito de primavera, al estado de sugestión de la fragancia del azahar, al alma noble del mejor aceite del mundo y al crujiente más dulce del flujo de las estaciones. Son la fibra íntima de un estado de espíritu y una fiesta. 
Se suelen preparar en familia o en grupo de amigos durante las vísperas excitadas de la celebración de la Pascua, al final de las abstinencias cuaresmales y el comienzo del buen tiempo. Más que comerlas, las “bunyetes” se comulgan. Son una concelebración que lucha contra la resaca del olvido y la uniformización de la bollería industrial. 
Se elaboran con una finísima pasta de repostería (huevos, mantequilla, azúcar, azahar, sal, levadura y limón) de la dimensión de un plato. El aceite hirviente de freír (30 segundos por cada cara) las ondula, recubre de aéreas ampollas doradas y convierte en un disco solar refulgente. Se dejan enfriar apiladas y se espolvorean de azúcar ingrávido y luciente. 
Se pueden comer en múltiples pueblos del Rosellón. Fuimos a Millars, como a un templo pagano de altura moral y aristas suaves, porque ayer se celebraba la quinta edición de la feria del aceite y la “bunyeta”, en un municipio de 4.000 habitantes de la periferia de Perpiñán que dispone de molino de aceite en actividad y cuatro panaderías-pastelería. Ya lo afirmaba el inolvidable poeta Joan Cayrol, en “La rosa i el poal”:

De la bunyeta que hom arruixa
d’un raig de mel
a la cirera i la maduixa,
diu que el delit baixa del cel.


Lo reafirma Joan Daniel Beszonoff en su último libro Guia sentimental de Perpinyà: “Poco a poco las abuelas nos dejaron a fin de preparar “bunyetes” para los ángeles y la lengua catalana desapareció en arenas movedizas. De vez en cuando surge como un islote volcánico antes de adentrarse en el mar del olvido”. 
Mis amigos y yo no hemos olvidado la atracción de las “bunyetes” pascuales ni de la lengua. De modo que por Pascua sacamos a pasear entre nubes altas las palabras poco ventiladas, las plegarias del deseo, los suspiros juguetones del recuerdo, los designios vivos del pensamiento, las efusiones de la ingenuidad del destino, los encantos de la familiaridad, el bachillerato del sistema de la duda y, sobre todo, la lucha larvada contra las conspiraciones rutinarias y las valquirias blandas. Por eso fuimos ayer a Millars. “Pinta tu aldea y serás universal”, dijo Tolstoi, exactamente.

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