18 jul 2016

Modesto manual para maravillarse unos días en el lago de Como

Ayer domingo regresé, maravillado, de un fin de semana en el lago de Como, un destino que estuvo reservado tradicionalmente a los ricos, como refleja la cantidad de palacios asomados a las orillas ajardinadas del idílico lago prealpino y la lista de celebridades que los poseen. Pero si se conoce un poco “l’arte di arrangiarsi”, Como presenta tres ventajas: es italiana con inclinación suiza, está bien comunicada a menos de 50 km del aeropuerto milanés de Malpensa y, finalmente, la ciudad es lo suficientemente grande (83.000 habitantes) para ofrecer hoteles de tarifas diversificadas. Ahora vive del turismo del lago, aunque conserva las hechuras de cuando era capital italiana de la industria de la seda. Le añadiría una cuarta ventaja:
el abundante servicio de barcos de paseo que permite recorrer en múltiples direcciones desde Como la enorme belleza del lago, surcar en repetidos trayectos el festejo que se traen entre manos la luz cambiante del cielo a lo largo del día con la superficie trémula de la lámina de agua: azul de ópalo por la mañana, blanco fulgente al mediodía, dorado vivo por la tarde, rosado-tiépolo al atardecer, gris plateado por la noche. Con eso y una librería Feltrinelli abierta (Via Cesare Cantu 17, Como), no he necesitado nada más para maravillarme intensamente durante unos días.
Se han escrito innumerables guías sobre la constelación de pueblitos de vilegiatura que parecen diseminados a voleo en las orillas del lago como con el gesto augusto de un sembrador de los de antes, los parques, los palacios, las rutas, las historias, las citas literarias, los famosos antiguos o actuales del lago de Como. Sin embargo siempre me ha costado alistarme a las listas, guiarme del todo por las guías o que me viajen en vez de viajar. Me atrae más el simple hecho de mirar con los propios ojos lo que llame la atención a cada uno, según el momento, libremente. 
Así, me he dedicado a contemplar los rizos que dibuja el agua del lago con la membrana la luz de cielo, de tonalidades e irisaciones infinitamente cambiantes, un mundo líquido movido por la esperanza infatigable de alcanzar algún mar. Eso me ha parecido más cargado de interés que las listas obligadas y las adoraciones de prescripción oficial, sobre todo si mi mirada se ha exaltado en alguna terraza de café con un negroni rojo, sutil, amargo y contundente: una tercera parte de ginebra, una tercera parte de vermut negro (tradicionalmente Carpano) y la última de Campari. El 1% restante no lo pone la media rodaja de naranja, sino la avidez personal de cada uno. 
El lago de Como es el más pequeño de los tres grandes lagos prealpinos italianos, después del Maggiore y el de Garda. También por esa limitación del infinito me agrada. Se alimenta de 37 afluentes distintos en su camino hacia el río Po, el espinazo del norte italiano.
La extensión de la masa de agua suaviza la temperatura de montaña, de modo que aquí conviven el aveto con el ciprés. La estrechez relativa del lago (entre 4,4 y 0,6 km, según el tramo) acerca la visión de la orilla de enfrente y el negroni la afina. Las montañas boscosas inmediatas caen de 2.000 metros de altitud sobre el agua mansa que yace a sus pies, la rodean con un abrazo perfecto, sereno, amable, pulcro. 
Un lago siempre da una imagen de paz. Si se trata de un lago alimentado por la prodigalidad de los Alpes, la mayor cordillera de Europa occidental, entonces le añade la escala de la grandeza. La lámina de agua forma un tapiz de arabescos en movimiento, una llanura alisada con pliegues y modulaciones de agilidad sin fin, un relieve vigoroso y desordenado de la corriente que fluye sin aparentarlo, recostada en equilibrio entre la fuerza disponible y el anhelo de reposo. Perfecto, exacto, admirable y práctico.

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