13 mar 2017

La versión “bolivariana” de las sinfonías de Beethoven, ayer en el Palau

Ayer domingo al mediodía acudí a escuchar en el Palau de la Música el primero de los conciertos de la maratón de las nueve sinfonías de Beethoven, reunidas de una tirada en cinco audiciones durante tres días seguidos por el director venezolano Gustavo Dudamel y su Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, con todas las entradas vendidas. Sé que los entendidos consideran demasiado comerciales, por no decir populistas, los ingredientes de la convocatoria: Beethoven, Dudamel, la Orquesta Simón Bolívar... Mi crítico musical de cabecera, Jorge de Persia, escribió el pasado 3 de enero en el diario La Vanguardia: “Puede darse que Dudamel llegue a ser un gran director, no lo creo, aunque la madurez y el estudio lo dirán. En marzo le
veremos en el Palau son su hueste bolivariana”.
Ignoro que dirá en su crítica, tal vez le perdone la vida, me da igual. Yo seguiré siendo un entusiasta de las sinfonías de Beethoven, de Dudamel y la Orquesta Simón Bolívar. La versión “bolivariana” de ayer fue un alarde de equilibrio y calidez, en la densidad y también en la levedad.
El compositor de Bonn las escribió a partir de 1779, a los 30 años, hasta su muerte en 1827, a los 56. Me gustan todas y solo lamento no haber podido comprar entradas para la Novena, cuyo final coral debería escucharse de pie. 
Gustavo Dudamel ha sido el director que más ha rejuvenecido el aire tan conservador de las salas sinfónicas, lo cual tiene mérito. Lo ha hecho sin romper ni un plato, solo con su juventud y el orgullo de sus orígenes.
La Orquesta Sinfónica Simón Bolívar es el fruto más internacional del Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela, creado en 1975 por el visionario maestro José Antonio Abreu mediante becas estatales a los músicos. El sistema está integrado por más de un centenar de orquestas juveniles e infantiles en aquel país, con más de 250.000 intérpretes. 
Gustavo Dudamel, nacido en Barquisimeto (Venezuela) hace 36 años, dirige la Simón Bolívar desde que tenía 15 y aun era una orquesta juvenil. También es actualmente el director titular de la Filarmónica de Los Angeles i la Sinfónica de Götteborg. Acaba de ser el director invitado del tradicional Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. 
Ayer no era la primera vez que Dudamel dirigía la Orquesta Simón Bolívar en el Palau de la Música. Ya lo hizo en enero de 2015. En aquella ocasión me invitó Mome Faura y todavía se lo agradezco. Dirigió la majestuosa Sinfonía nro. 5 de Mahler. Como “bis” invitó a cantar al público entusiasmado, que llenaba a rebosar la sala del Palau, la versión sinfónica del joropo “Alma llanera”: “Yo nací en una ribera del Arauca vibrador, soy hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol, y del soool...”. 
Los puristas no se lo perdonarán. A mi me pareció que se adecuaba muy bien como remate de la Quinta de Mahler y que ayer también se habría adecuado después de Beethoven. Sin la pizca de agitación no existiría Beethoven ni la música en general. Tal vez no existiría ni siquiera la vida, tal como la entiendo. 
El único sentido de volver interpretar partituras de centenares de años atrás es el toque personal que le imprime cada intérprete en cada ocasión, en cada época. La partitura en crudo es idéntica, fría y algebraica. El resultado no. 
El único sentido de acudir a una sala de conciertos, en vez de escuchar desde casa aquella misma partitura pulcramente grabada, es el latido corporal, el temblor irrepetible, la emoción de las imperfecciones vivas o bien la intrepidez poética de los aciertos de un día determinado, de la música revivida en cada ocasión distinta, anímica, timbrada, tónica y precisa. 
Se debe acudir un poco predispuestos, claro. La belleza es un premio para quienes se esfuerzan en buscarla, no un bien de consumo que baste con pagar.

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