El 28 de diciembre de 2007 publiqué en El Periódico este artículo, que ahora recupero aquí:
Tan solo mi escasa familia lleva el mismo apellido que yo. Por eso me ha sobresaltado verlo asociado estos días en los titulares de los diarios con un sanguinario torturador de la dictadura militar argentina que acaba de morir en Buenos Aires, a los 66 años. Héctor Febres (sin el acento agudo en
la segunda “e” del apellido) fue encontrado muerto, con indicios de cianuro en la sangre, cuatro días antes de pronunciarse la sentencia judicial por sus crímenes contra la humanidad cometidos en el centro de detención y “desaparición” de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires durante el régimen militar que hundió al país de 1976 a 1983. Se trataba de una de las primeras sentencias contra militares represores argentinos tras la anulación en 2003 de la Ley de perdón.
La turbia muerte de Febres ha sido interpretada como un aviso amenazador contra la revisión judicial de la amnistía que había favorecido hasta ahora a muchos genocidas de la misma clase durante la dictadura. Los supervivientes de las torturas aplicadas por Héctor Febres en la ESMA le describen como particularmente encarnizado, con una reputación siniestra. Pesaban contra él trescientas denuncias, aunque solamente había sido juzgado por cuatro casos de secuestro y torturas.
Por similitud aproximativa del apellido, llevo tiempo siguiendo con una cierta repulsión el rastro esperpéntico del ahora difunto Héctor Febres, así como del ex presidente ecuatoriano León Febres Cordero o del arquitecto barcelonés Xavier Fabrés, sin ir más lejos de las variantes posibles de una sola letra del apellido. No puedo decir que la muerte de Héctor Febres me haya entristecido. Nunca me había sentido tan salvado por un simple acento agudo.
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