Algunos veranos me gusta subir en jeep de alquiler colectivo desde el municipio de Vernet, cerca de Prada de Conflent, hasta el refugio de Cortalets, a 2.150 metros de altitud, justo debajo del pico del Canigó. Lo hago por el placer de tocar la nieve del nevero en plena canícula. Ahora la mayoría de neveros pirenaicos agonizan como un terrón de azúcar, se funden en verano por culpa del calentamiento global, que no es solo una cuestión del casquete del Ártico. El espacio refulgente que ocupaban mi nevero alrededor del chalet de montaña de Cortalets aparece ahora como un vulgar rastrojo y por algún motivo siento cada año su
nostalgia fría. Cortalets es el final del trayecto motorizado, un punto a partir del cual es preciso subir a pie durante una horita o dos el último desnivel de 634 metros hasta alcanzar la cima del Canigó. Cada uno de esos metros exige pasos esforzados.
nostalgia fría. Cortalets es el final del trayecto motorizado, un punto a partir del cual es preciso subir a pie durante una horita o dos el último desnivel de 634 metros hasta alcanzar la cima del Canigó. Cada uno de esos metros exige pasos esforzados.
La mayoría de mis acompañantes en el jeep de alquiler se apuntan a la última subida a pie. Les contemplo alejarse, como una hilera de hormiguitas ascendiendo lentamente por el filo de la cresta. Algunos días de verano llegan a ser 500 personas en la exigua superficie de la cima y deben pedir turno para poder hacerse la foto.
Me quedo a comer en el refugio esperando su regreso, reclinado a la sombra de algún abeto sobrealimentado, junto a la lengua de nieve del nevero que ya no está, acunado por la musiquita del arroyo de aguas cristalinas recién nacido que discurre brincando entre las piedras. Me acompañan en mi reposo escuadrones de dípteros, hemípteros, lepidópteros, coleópteros, miriápodos y arácnidos.
Mi inmovilidad durante el rato soñoliento de la siesta es probablemente lo que ha hecho aproximarse hasta mí a un ejemplar de la vacada que pace junto al lago. Oía su cencerro cada vez más cerca, aunque lo interpretaba como un simple hecho natural, igual que el zumbido de los tábanos y las abejas o el hedor de las boñigas.
La vaca más decidida me ha tocado el hombro con su hocico para reclamar mi atención, antes de decirme con un mugido perfectamente inteligible: “Lo que buscas no está aquí”...
Me lo ha dicho con un tono displicente y lacónico, sin más palabras que esas. Lo he atribuído a un trastorno pasajero, al estado de vigilia en que me quedé inmerso a la sombra del abeto, mecido por la melodía del riachuelo y aturdido a la hora propicia de la siesta por la escasez de oxígeno de la alta montaña. No le he dado importancia ni hecho ninguna concesión.
La vaca más decidida me ha tocado el hombro con su hocico para reclamar mi atención, antes de decirme con un mugido perfectamente inteligible: “Lo que buscas no está aquí”...
Me lo ha dicho con un tono displicente y lacónico, sin más palabras que esas. Lo he atribuído a un trastorno pasajero, al estado de vigilia en que me quedé inmerso a la sombra del abeto, mecido por la melodía del riachuelo y aturdido a la hora propicia de la siesta por la escasez de oxígeno de la alta montaña. No le he dado importancia ni hecho ninguna concesión.
Echo de menos a mi nevero de Cortalets, mi particular iceberg doméstico, ahora que hasta los icebergs se funden com un bolado. Eso debe ser lo que intentaba decirme la vaca.
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