No sé exactamente si me complace más llevar a mi hija mayor Helena y amigas suyas como Núria Martínez Vernis al Motel Empordà de Figueres o que ellas me lleven a mi, pero me gusta repetirlo con una cierta regularidad porque creo en la continuidad y en el relevo generacional de las cosas bien hechas, como si se tratara un equivalente terrenal de la vida eterna. Ayer acudimos de nuevo, atendidos con la finezza marca de la casa por Jaume Subirós, el hijo Jordi y el maître Joan Manté. El Motel no solo ha impuesto platos de antología en la memoria de una amplia clientela y algunas innovaciones culinarias convertidas en grandes
clásicos. También ha sabido entrar en la leyenda sin decaer de nivel ante generaciones sucesivas de clientes. Ha impuesto un estilo.
La carta brinda una filosofía y una destreza elevadas, sin embargo el Motel es más que su carta, su historia o sus instalaciones. Es sobre todo un manera de hacer las cosas y me agradará que nuestros hijos también lo valoren en el futuro.
A la salida eufórica del establecimiento, Helena, sus amigas y yo mantenemos una pequeña tradición familiar. Tomamos el camino de tierra que arranca de la salida trasera del parking en dirección a Cabanes y vamos a hacer la visita de la digestión paseada a las huertas vecinas de Vilabertrán. Probablemente el Motel no existiría tal como lo conocemos sin el fruto de las primorosas huertas de Vilabertrán y otros productos de la tierra, el mar y los bosques de la comarca, cuando se saben valorar, y cocinar. Ayer acudimos de nuevo, como una celebración, una programa, un legado.
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