Europa, la vieja Europa, había sido hasta ahora la región del mundo más cohesionada socialmente, sobre la base de un modelo derivado de aquel invento griego de la democracia participativa. No es la región más rica del mundo, la más dinámica ni la más agresiva. Grecia tampoco lo era cuando invento la democracia. Muchos paisajes griegos son áridos, no yermos. Algunos forasteros no les acordarían mucha belleza si no aplicasen una mirada histórica y afectuosa. La tierra griega es ruda, delgada. No quiere decir que no tenga su voluptuosidad, tiene mucha. No constituye nada superior en relación a otros puntos del mundo mediterráneo, pero contiene toda la pulsión de aquello que evoca.
Grecia atrae porque no se ama nunca como resultado de una ecuación empírica, sino porque sale del alma. Eso no equivale a una idealización. Las idealizaciones, las ruedas de molino, acostumbran a resultar muy indigestas, incluso las mejor construidas. Sería demasiado fácil hablar de este país a fuerza de idealizaciones, pero también sería demasiado burdo pretender negar la vibración del ascendiente griego que abraza todo el Mediterráneo --de la costa de Ásia Menor hasta Empúries y Gibraltar—y marca el conjunto de Europa, el continente más civilizado en el aspecto social, en el aspecto democrático. Basta con atravesar el Mediterráneo en dirección al sur para darse cuenta. Todos los occidentales somos un poco griegos, con veinticinco siglos más a la espalda que los clásicos, más experimentados y por lo tanto más escépticos. La atracción de Grecia no es una entelequia. La historia, incluidos los mitos, son vitales en cualquier cultura, consustanciales a cualquier elaboración mental y social, siempre que no se quiera exagerar la distancia entre la historia mítica y la realidad.
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