La editorial Vibop, fundada por Montse Serra, acaba de publicar mi nuevo libro Banyuls mon amour que gira alrededor de tres cosas a la vez: el punto neurálgico del antiguo paso de contrabandistas del Coll de Banyuls convertido en flamante carretera fronteriza, el renombre de las viñas verdes a orillas del mar de aquel lado inmediato de la raya oficial que divide menos de lo que quisiera y, finalmente, la atracción por la obra del escultor bañulense de proyección internacional Arístides Maillol. Hace tiempo que conozco el camino del Coll de Banyuls, lo describí en mi libro de 1984 El Pirineu, frontera i porta de Catalunya cuando solo era una pista de tierra en mal estado. Me gusta llevar a los amigos para compartir la belleza disponible, respirar el mejor oxigeno que se fabrica, pasar las rutinas por el túnel de lavado y llenarnos los ojos de horizontes selectos. No deja de ser uno de los pasos más asentados del Pirineo mediterráneo desde los iberos de la Vía Heraclea, los griegos y romanos de Empúries y tal vez los cartagineses de Aníbal. El paso del Coll de Banyuls puede parecer minúsculo y apartado. Por el contrario yo lo veo como una proa exacta de mi mundo, un microcosmos que me hace violentamente feliz. Le encuentro un detallismo enternecedor, la elegancia de la naturalidad, un salvajismo mitigado, una elocuencia sin palabrería, una pequeñez suntuosa, la dosis justa de poesía que lleva en germen una sangre muy antigua, lejana y honda. En la cima es preciso salir del coche a desentumecer las piernas, maravillar la mirada, abrir los balcones de los sentidos y airear los manteles. El valle tapizado de viñas y la casa-taller de Arístides Maillol, convertida en pequeño museo, no contienen un solo gramo de pintoresquismo ni liturgia. Banyuls siempre ha sido un mundo a parte.
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