15 ene 2015

La "torre Eiffel" catalana olvidada en el fondo del mar

El faro de la isla de Buda, en el delta del Ebro, era una joya de la ingeniería, la torre Eiffel de los faros. De hecho todavía lo es, aunque se encuentre miserablemente hundido a diez metros de profundidad y cinco kilómetros de la actual línea de costa. Incluso hundido, sigue siendo un símbolo, un testigo mudo y olvidado de un do de pecho de la técnica, así como de la indolencia posterior, la pérdida de terreno de delta por el embate de las olas y la disminución del caudal de “lo riu”. Resulta incomprensible que la aventura del faro de la isla de Buda no haya sido objeto de alguna iniciativa épica, visto como centinela incomprendido de un soliloquio crepuscular. En 1860 ya se construyó en esta isla deltaica un primer faro provisional con torre de madera, a la espera de inaugurar el definitivo de estructura metálica, encargado al fabricante inglés John Henderson Porter, sobre planos de Lucio del Valle. Resultó ser el faro más alto de entonces de tales características (55 metros), levantado en 1864 en la playa de la isla de Buda, en la embocadura del brazo navegable del Ebro. Su forma piramidal, esvelta e insólita, puede verse reproducida fotográficamente en todos los libros de la especialidad. Fue transportado por vía marítima desde el
puerto de Gloucester a través del estrecho de Gibraltar. Una escalera interior de 365 peldaños conducía a la linterna, dotada con ocho potentes lentes reflectores de la luz de petróleo, con un mecanismo giratorio al que era preciso dar cuerda cada ocho horas. El equipo humano responsable contaba con tres fareros titulares y un auxiliar, con vivienda en la base octogonal de la misma torre para ellos y sus familias.
En 1914 se produjo el nacimiento en este faro de los gemelos sietemesinos del farero Leonardo Sánchez Alcaraz y su mujer Ana Genil Freire, sin tiempo para llegar a la Maternidad de Tortosa. Otro farero soltero, Francesc Torres, se suicidó aquí en 1932 cortándose las venas, víctima de la soledad, poco después de marchar su madre. En 1935 llegó el farero Alfredo Cabezas con su familia, cuando solo se podía acceder en barca. 
El faro metálico de Buda fue dinamitado durante la Guerra Civil por las tropas republicanas, alegando cuestiones militares estratégicas. Aunque malparado, se mantuvo en actividad hasta su ocaso definitivo el día de Navidad de 1961, abatido por un temporal cuando sus cimientos ya se encontraban descalzados y los pilares corroídos. Un nuevo faro de obra fue mal construido en 1962, con cimientos insuficientes en un punto inapropiado. Pese a nuevas obras de refuerzo en 1965 para detener la inclinación, se derrumbó poco después. 
Desde 1983 el faro de Buda es una plataforma flotante amarrada al fondo marino, de funcionamiento lumínico automático. El mantenimiento tan solo requiere la visita rápida, esporádica y expeditiva de los técnicos que ya no quieren llamarse torreros o fareros ni menos aun vivir como ellos. La importancia del faro de Buda se vio suplida desde 1983 por el faro del cabo de Tortosa, también alzado sobre una plataforma con los pies en el mar. 
El papel de los faros se ha visto sustituido por nuevas tecnologías de comunicación marítima, salvo su función evocadora de mano tendida de amparo en la tiniebla. En los faros siempre había cohabitado la técnica con los sueños, la luz con la oscuridad, la inmovilidad con el giro perpetuo, la soledad con el auxilio, el infinito con un punto preciso. Desde su automatización veinte años atrás y la extinción de los fareros residentes, las autoridades responsables juran y perjuran que darán alguna nueva utilidad a la elegancia y ubicación de los faros, aunque de momento solo lo han cumplido a un ritmo de cuentagotas balbuceante. 
Los faros de funcionamiento automatizado siguen siendo seres vivos, elementos del paisaje alzados al borde de los dos mundos opuestos de la tierra y el mar. Sin embargo se han convertido en parientes pobres del litoral, salvo contadas excepciones. El pequeño centro de interpretación de los faros del Mediterráneo, abierto en el faro de Tossa de Mar, solo duró de 2005 a 2008. El edificio del faro barcelonés de Montjuïc o del Morrot ha sido rehabilitado como centro de actividades, sin actividades. 
Cuando en setiembre de 2003 se presentó en las Atarazanas barcelonesas la exposición “Faros, los ojos de la noche”, la reseñé en el suplemento “Cultura’s” del diario La Vanguardia: “La legendaria fascinación del mar tiene en los faros sus puntos de exclamación más luminosos, ingredientes del atractivo mítico capaces de desbordar sus características meramente técnicas. Ahora más que nunca los faros pueden recuperar el carácter de puntos de exclamación del lenguaje del mar, reconducidos hacia una nueva utilidad que cada municipio de su radio de destello se ha apresurado a proponer”. 
El faro más importante de Cataluña por el conjunto de sus instalaciones es el de la montaña de Sant Sebastià, en Palafrugell, inaugurado el 1 de octubre de 1857. Su vecino de la isla Meda Gran fue el último en estrenarse del Plan General para el Alumbrado Marítimo de España e islas adyacentes, aprobado por el gobierno de Isabel II en 1847. Tres meses después de su inauguración la reina era derrocada por la Revolución de Setiembre. En realidad aquel plan llegaba con retraso y pretendía nivelar la situación de las costas españolas con la imperante en los otros países europeos. 
La erección del faro del cabo de Creus, en lo alto de cala Fredosa, representó otro do de pecho de la técnica constructiva del momento, empezando por la complicadísima apertura del camino de acceso de los materiales, a partir de un embarcador habilitado con mucha dificultad al pie del acantilado. El pueblo más próximo, Cadaqués, distaba por tierra 7 km, sin ningún camino practicable más que por rebaños de cabras, ni tan solo por carros. 
Fue el primer faro gerundense de la nueva era, inaugurado el 22 de septiembre de 1853, Reinando Doña Isabel II. El único aspecto en que no destaca es el arquitectónico, igual que todos los demás, dado que el diseño fue encargado a ingenieros, tan funcionales. Compartía la soledad con un cuartel de carabineros (ahora convertido en restaurante) y los pastores. En 1952 le instalaron una nueva linterna óptica y la anterior acabó decorando la residencia de Salvador Dalí en Port Lligat. 
Cerca de un millar de personas celebren aquí a las ocho de la mañana de cada Año Nuevo el primer rayo de sol que recibe la Península Ibérica, dorado y renovador, más o menos brumoso, en la punta más oriental del país. Algunos congregados aplauden el alba. Acto seguido se libran a las sardanas, el chocolate caliente y los pasteles. La misma fiesta, iniciada en 1990, se repite actualmente en el faro de la montaña palafrugellense de Sant Sebastià y en el mirador de la Torre de Montgó, en L’Escala. 
Años atrás entrevisté al farero vasco Javier McLenan, de origen familiar escocés, cuando vivía en el faro de cabo de Creus. También lo hice con Antonio Aguirre Martín en el cabo de Sant Sebastià (Palafrugell), ya secundado por la joven farera auxiliar Elvira Pujol Font, quien residió a continuación en el de cabo de Creus durante veinte años, hasta 2001. Al conocerles arrastraba la idea mítica de los fareros como misántropos, los funcionarios del Estado más capaces de aproximarse a la condición de mitos literarios, instalados en un trozo de isla vertical que culmina con el balcón abierto al cielo y el mar. 
El farero de carne y hueso Javier McLenan era ciertamente barbudo, algo misántropo y novelesco, pero me puntualizó de entrada que en lenguaje actual él no se denominaba farero, sino técnico mecánico de señales marítimas. Llevaba dos años trabajando en el faro de cabo de Creus, procedente del anterior destino profesional en el de Tarifa (Cádiz). Lo había escogido por ser el más alejado de cualquier ciudad. Me dijo con convicción: “Yo vivo como un ciudadano normal. Hago mi trabajo. Representa una gran responsabilidad, pero también me deja muchas horas libres. Aquí vivo al ritmo de las estaciones. En verano me paso el día en el agua con esa barca de vela, un velero de regata. En invierno leo. La cuestión es tener siempre alguna actividad entre manos, de otro modo el oficio puede resultar bastante aburrido. En el faro de Tarifa, el lugar más ventoso de España y la punta más al sur de Europa, no me podía quedar más si deseaba ascender a titular, sin lo cual aun estaría allí. El levante de Tarifa es más fuerte incluso que la tramontana. La tramontana es una bendición: limpia el ambiente y seca esta maldita humedad” 
El faro vecino del cabo de Creus es el rosellonés del cabo Bear, en Port Vendres, inaugurado por las autoridades francesas en 1836 con una solidez más ambiciosa que los de la reina española. Al aprobarse el plan que llevó a grabar la frase Reinando Doña Isabel II en el portal de tantos faros del país, no había ninguno en funcionamiento regular en toda la costa de la Cataluña peninsular, pese a la importancia de la ruta marítima y la entrada de la navegación en la era industrial. A partir de entonces la administración pública española tomó a su cargo esa responsabilidad, estatalizada y coordinada. Para ocuparse de ello creó el Cuerpo de Torreros de Faros, funcionarios civiles que debían instruirse mediante cursos impartidos en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid y pasar unas oposiciones para ganar la plaza. 
La Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, aprobada por las Cortes en 1992 a propuesta del ministro Josep Borrell, traspasó la gestión de los faros a las autoridades portuarias, que dependen del ente público Puertos del Estado. Los faros ya no eran necesarios, tras la implantación general de radares, satélites y GPS. En consecuencia, la misma ley declaraba a extinguir el Cuerpo de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas, los antiguos torreros o fareros, quienes dejaban de ser funcionarios de escalafón y pasaban a ser empleados libremente contratados por cada puerto responsable. Las modernas técnicas electrónicas de control de la maquinaria y las facilidades de acceso a puntos antiguamente aislados hacían innecesario que estos empleados vivan en los faros como antes. No queda en Cataluña ningún faro habitado, entre los 18 que se hallan lumínicamente en activo. 
Nadie ha escrito todavía la historia de los fareros. Menos mal de algunas aproximaciones, como el trabajo publicado en 2011 La vida en los faros de España. El Cuerpo de Torreros de Faros o de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas (1851-1992), de David Moré Aguirre, nieto de ilustre farero del cabo de Sant Sebastià, en Palafrugell.

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