El autobús interurbano que sale de la Ronda Universitat me depositó ayer en poco rato en esta plaza de Sant Pere de Ribes, la localidad del Garraf que los residentes denominan Ribes a secas. El escenario no parecía ofrecer de entrada nada extraordinario. La iglesia parroquial, de un neogótico recalentado por el gusto ampuloso de los indianos, no representa ninguna obra maestra de la arquitectura. Las apariencias, sin embargo, no lo son todo. El municipio residencial ha crecido sin grandes disparates (de 18.000 a 30.000 habitantes los últimos veinte años), gracias a la tranquilidad que brinda a los fugitivos de la gran ciudad. Mi anfitrión me llevó a recorrer sin prisas el núcleo
antiguo, la plaza Marcer con la actual sala de cine, la calle Major y la calle del Pi con los centros sociales de las dos activas asociaciones culturales locales. Contemplamos en lo alto de la peña escarpada el castillo de Bell-lloc o de Sota-Ribes, documentado desde el siglo X. Para concluir el paseo, entramos en el “horno viejo” de la pastelería Pascual a procurarnos los postres de la comida.
antiguo, la plaza Marcer con la actual sala de cine, la calle Major y la calle del Pi con los centros sociales de las dos activas asociaciones culturales locales. Contemplamos en lo alto de la peña escarpada el castillo de Bell-lloc o de Sota-Ribes, documentado desde el siglo X. Para concluir el paseo, entramos en el “horno viejo” de la pastelería Pascual a procurarnos los postres de la comida.
La cuestión central era la comida, y no me refiero solo al plato. La casa del anfitrión se encontraba visiblemente contagiada por la tranquilidad municipal, un orden amable que no debe confundirse con ninguna variante de la languidez. El pequeño jardín ofrecía una efervescencia primaveral cuidadosamente peinada como escenario reposado del aperitivo. La comida, preparada por el anfitrión, concordaba perfectamente con la serena voluptuosidad de lo que antecede. La sobremesa, de nuevo en el jardín, facilitó que nos sintiéramos de acuerdo sin esfuerzo ni ansia.
Al final me acompañó de vuelta a la plaza de la foto adjunta para retomar el autobús en el mismo punto donde me había depositado por la mañana. Miré de nuevo hacia la iglesia parroquial. No diré que me pareciese agraciada, pero a diferencia de la primera impresión, la encontré por la tarde de una fealdad cordial, tratable, vivible. Seguramente me había hecho efecto la hospitalidad calmada de Ribes (Foto Miquel Àngel Cuevas).
No hay comentarios:
Publicar un comentario