En el interior de un museo acostumbro a centrarme más en la vista de los ventanales o la pose de los visitantes que en la mayoría de obras expuestas. En un vagón de metro encuentro, algunos días, Venus más vitales que en los libros de arte. A veces entro en los grandes almacenes solo para presenciar como los clientes componen un virtuoso ballet de mil caras. Viajo a algunas ciudades para librarme a la simple y suntuosa costumbre de mirar pasar a la gente. Lo expliqué en algunos libros míos a propósito de Milán, París, Buenos Aires o Atenas, pero podría hacerlo extensivo a cualquier sitio. Mirar pasar a la gente no siempre es
un gesto maquinal, sino que puede convertirse en uno de los grandes espectáculos del mundo. Hacerlo con una cierta intención de descubrimiento, con un cierta rentabilidad de la mirada, requiere el mismo discernimiento que se aplica a una exposición.
Se tiene que saber mirar, si se quiere detectar la emoción del hallazgo. Mirar no ha sido nunca un acto mecánico, ni siquiera cuando se hace con distracción. Se puede mirar con mayor o menor intencionalidad, con mayor o menor atención, con la capacidad de percepción más o menos focalizada, pero incluso la mirada perdida busca algo.
La forma de un nube, el vuelo momentáneamene detenido de un pájaro, el rayo de luz sobre un punto del paisaje, el brillo manso de la luna llena no siempre alcanzan la cantidad de emoción que ofrece el paso de una persona desconocida movida por el temblor de realidad que contiene. No se trata de clichés de estilo, de forma novelesca trazada sobre el terreno ni de la sonrisa de los dioses. Se trata del principio activo, libre e imprevisto de la belleza viva, en movimiento, aleatoria a la hora de materializarse de ese modo.
Me gustaría entender la belleza, no solo percibirla. Intuyo que hace emerger del alma de nuestras ilusiones una verdad secreta sobre nosotros mismos,. Sin embargo suele ser al mismo tiempo la manifestación más tangible y reiterada de nuestra incapacidad para definirla y, menos aun, corporizarnos a su lado más allá del instante afortunado de un beso robado, sin llegar casi nunca a “dormir nonchalamment à l’ombre de ses seins”, como la giganta de Baudelaire. (Foto Quim Curbet)
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