El algunos momentos de estos días confinados me asomo al pequeño balcón de casa o, si luce buen sol, saco una silla y me pongo a divagar con la misma ilusión que antes emprendía un viaje a París, como un auténtico soplo de aire libre, un cambio de rutina, un anhelo de libertad. Por lo general no utilizaba mucho este espacio exterior del piso, justo para regar mis plantas. Las salidas al balcón eran simplemente utilitarias, expeditivas, sin la carga emotiva o el valor patrimonial de residencia secundaria que ahora le encuentro. Nunca habría dicho que salir a mi balcón se pudiera convertir en un gesto de pasión entusiasta como ahora. Hoy entra oficialmente la primavera y en el balcón me ha parecido sentir en los poros de la mejilla
una brisa de cambio de estación. Poca cosa, una sensación tenue aunque sin confusión, como el presentimiento de un vuelco cumplidor. He respirado hondo para confirmar que no era una pulsión lírica mía, una predisposición personal, un wishful thinking invocado a título propiciatorio. No, no lo era. Se trataba de un aliento de aire de primavera, un temblor ceñido al principio de realidad, un clima más endulzado de aristas. Lo he saludado con un salto del corazón, saboreando el punto acerado de vitalidad.
una brisa de cambio de estación. Poca cosa, una sensación tenue aunque sin confusión, como el presentimiento de un vuelco cumplidor. He respirado hondo para confirmar que no era una pulsión lírica mía, una predisposición personal, un wishful thinking invocado a título propiciatorio. No, no lo era. Se trataba de un aliento de aire de primavera, un temblor ceñido al principio de realidad, un clima más endulzado de aristas. Lo he saludado con un salto del corazón, saboreando el punto acerado de vitalidad.
Me ha parecido un indicio solvente. Aunque solo haya sido un instante, me ha alegrado la mañana. He recordado que en una ocasión un niño preguntó al novelista austríaco Joseph Roth por qué escribía. Le contestó: “Para que llegue la primavera”.
En la calle donde vivo los servicios municipales plantaron naranjos en hilera, de perenne hoja luciente y fruto luminoso. Los he visto arraigar como quien ve crecer a los hijos. El ejemplar situado justo enfrente de mi portal es uno de los que ha crecido con mayor decisión, de modo que levanta la copa hasta mi balcón, en un segundo piso.
Las flores blancas que se convertirán en naranjas rollizas engendran un milagro anual, cuando la fragancia fresca de la flor del azahar penetra dentro de casa por la puerta abierta del balcón, ese balcón que era un apéndice intranscendente de mi domicilio y ahora se ha convertido en observatorio privilegiado del deseo de vivir, de la curiosidad de observar, de la capacidad de
sorprenderse, del privilegio de emocionarse, de la fortuna de no
habernos convertido en un mueble y seguir sintiendo placer.
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