Antes de todo eso de ahora, el mismo día de mi llegada quedamos a cenar con la Bellezza. Quería tener un reencuentro personal con ella y aclarar algunos posibles malentendidos. Me dio cita en el Foscarini, al pie del Ponte dell’Accademia, acostumbrado a ser durante muchos años nuestro punto de arranque. Le expliqué que nuestro viejo collegamento, el vínculo entre ella y yo era independiente de las personas que hubiese visto a mi lado en épocas distintas. Las conductas de aquellas personas eren cosa suya y no tenían por qué interferir en nuestro trato. Le reconocí que en algunos períodos no me mostré demasiado centrado en la relación con ella, pero hice lo que pude, con los
elementos de que disponía en cada momento. Le acababa de pedir aquella nueva cita para demostrarle que estando solo también la amaba. No era la primera vez que la Bellezza y yo nos aveníamos en Venecia sin nadie más, como ella recordaba bien.
elementos de que disponía en cada momento. Le acababa de pedir aquella nueva cita para demostrarle que estando solo también la amaba. No era la primera vez que la Bellezza y yo nos aveníamos en Venecia sin nadie más, como ella recordaba bien.
Me escuchó sin hacer comentarios sustanciales, como si eludiera pronunciarse. La sobremesa de la cena se alargó. Acto seguido me pidió que tomáramos el café o el helado mientras paseábamos. A poca distancia del Ponte dell’Accademia torcimos por la Calle Nuova Santa Agnese hasta el bar Da Gino, uno de los que se conserva de cuando éramos más jóvenes.
A la salida pasamos por el puente de la Fondamenta Venier hasta llegar a un minúsculo campiello ajardinado, tocado por la grandeza de las gracias pequeñas. Nos detuvimos unos instantes, ensimismados. Me miró fijamente. Me pareció que se disponía a decirme algo que sentenciaría nuestro reencuentro en un sentido u otro. No lo hizo. Retomamos el paso y le seguí exponiendo mis razones.
Anduvimos largo rato, con la fortuna que representa perderse charlando en voz baja por las callejuelas de Venecia por la noche. De repente desembocamos sin esperarlo, de forma violenta, en el milagro nocturno de Piazza San Marco completamente desierta, desde el ángulo opuesto a la basílica. Aquella visión súbita de la grandeza de la historia para nosotros dos solos me conmovió hasta la lágrima. Entonces la Bellezza me condujo a un sottoporthego próximo, apoyó la espalda en la pared y me miró de nuevo a los ojos húmedos. Hinchando el pecho alargó los brazos hasta mi cuello y musitó: “Stai zitto e baciami”. Sostuve el beso con todo el tiempo lento de la eternidad.
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