El noventa cumpleaños del president Jordi Pujol mañana martes arrastra a muchos a pronunciarse sobre su gestión, que en realidad es el balance de la autonomía de Catalunya y de nosotros mismos como nación. La incomodidad resulta por lo tanto triple. La solución acomodaticia consiste en poner cataplasmas jugando a contrapesar los puntos a favor y en contra para no reconocer la dura y cruda realidad. La administración autónoma de los catalanes por sí mismos de las últimas décadas, modelada por la Generalitat pujoliana, ha quedado lejos de ser vista como moderna, eficiente y aglutinadora. Se ha visto marcada por la corrupción interna que Pujol no podía ignorar y por el giro independentista que manipula el sentimiento nacional de la mitad como mínimo de
ciudadanos de Catalunya para conducirlo hacia objetivos irreales, en beneficio de la supervivencia de su partido obligado a adoptar otro nombre.
ciudadanos de Catalunya para conducirlo hacia objetivos irreales, en beneficio de la supervivencia de su partido obligado a adoptar otro nombre.
El vuelco de la trayectoria política del president Pujol no fue la victoria en las primeras elecciones autonómicas de 1980, sino la derrota en votos que no quiso admitir en las de 1999 frente a Pasqual Maragall, tras veinte largos años ejerciendo el poder. Cuando finalmente perdió las siguientes de 2003 ante la coalición tripartita, los mecanismos internos del liderazgo renovador de Maragall ya se encontraban mellados.
Hoy el partido más votado del Parlament de Catalunya es Ciudadanos y la política de la Generalitat se encuentra en el callejón sin salida que forma parte del balance del pujolismo. Quienes nos desgañitamos en las calles del país a favor de “Libertad, Amnistía, Estatut d’Autonomia” pensábamos en un balance más presentable de la nueva política democrática, de la institución nacional recuperada y de nosotros mismos como pueblo.
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