Este domingo se cumple el centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Condujo en tan solo veinte años a la Segunda, con los mismos protagonistas y una carnicería aumentada: 30 millones de muertos en una, 50 millones en la otra. Las conmemoraciones oficiales de reconciliación ocultan estos días la realidad con esfuerzo. Los estrategas militares pensaban en 1914 que se trataría de un conflicto de pocos meses, pero las innovaciones técnicas transformaron el “modo de producción” de la guerra en una matanza sin precedentes: artillería pesada, carros de combate, bombardeos aéreos de objetivos civiles, armas químicas... Tan solo en la batalla de Verdún de 1916 cayeron 300.000 soldados muertos, en la del río Somme el mismo año más de 400.000. La mitad de las
víctimas mortales de la Primera Guerra Mundial fueron civiles. En la Segunda ascendieron a dos tercios.
víctimas mortales de la Primera Guerra Mundial fueron civiles. En la Segunda ascendieron a dos tercios.
Los partidos socialistas europeos tuvieron en 1914 una responsabilidad particular en la aceptación de ir a la guerra. Disponían de mucha influencia entre trabajadores y sindicatos, sin embargo optaron por ceder ante el patriotismo interclasista que reclamaban las fuerzas conservadoras, el enaltecimiento de la guerra como una cuestión de amor de la patria y odio al enemigo.
Fernand Braudel apuntó en Gramática de civilizaciones: “Occidente se hallaba en 1914 al borde de la guerra igual como al borde del socialismo. Este segundo estaba a punto de alcanzar al poder, de fabricar una Europa tan moderna o tal vez más más que la de ahora. La guerra arruinó aquellas esperanzas en pocos días, en pocas horas”.
La reunión de la Internacional Socialista celebrada en Bruselas el 29 de julio de 1914 todavía se opuso a la guerra inminente. Jean Jaurès subió a la tribuna para clamar: “Después de veinte siglos de cristianismo sobre los pueblos, después de cien años del triunfo de los principios de los derechos del hombre, ¿cómo es posible que millones de hombres se maten sin saber por qué ni sin que lo sepan sus dirigentes?”.
Dos días más tarde Jaurès era asesinado en un café parisino por un estudiante nacionalista. Una semana antes del atentado, el portavoz de la extrema derecha Léon Daudet escribió en el diario L’Action Française: “No quisiéramos empujar a nadie al asesinato político, pero que el señor Jaurès tiemble”.
Muerto Jaurès, la izquierda envió a millones de trabajadores para matar a millones de trabajadores del país de al lado como carne de cañón de los gobierbos beligerantes, de los magnates enriquecidos con la industrialización del conflicto y los estados mayores de los ejércitos deseosos de jugar a la guerra a lo largo de unos “senderos de gloria” descritos con elocuencia en la novela de Humphrey Cobb y la película de Stanley Kubrick que se derivó, protagonizada por Kirk Douglas.
España se mantuvo oficialmente neutral. Sus industriales obtuvieron enormes beneficios de los suministros a países en guerra que tenían la producción colapsada. Aquellas ganancias no se reinvirtieron en el tejido productivo ni en modernizar la administración del Estado. Eso condujo aquí a una lucha de clases aun más cruenta, a la dictadura de Primo de Rivera y finalmente a la Guerra Civil, como ha subrayado hace poco el historiador Borja de Riquer (“Los beneficios de la Gran Guerra”, La Vanguardia, 1-11-2018).
Las insostenibles condiciones que el Tratado de Versalles impuso en 1918 al pueblo alemán vencido propiciaron la quiebra de la república democrática de Weimar y el ascenso del nazismo. Las elites alemanas nunca aceptaron las condiciones de aquel tratado. Volvieron a la guerra solo veintidós años después.
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