El mordiente de la imagen carnal quería compensar la grisura atribuida a la ciudad de Milán, pese a concentrar una poderosa elegancia en múltiples aspectos. Me servía para alternar la fascinación ante aquella elegancia anatómica con la sucesión de historias milanesas del presente. Reconozco la debilidad de estar enamorado como Stendhal cuando me di cuenta de la eminencia de aquella estatua milanesa, aunque eso no me parezca una prueba de cargo.
El entusiasmo de mi estado sentimental, trasladado a Italia, agudizó algunas percepciones, no las inventó. En aquel cuerpo veía una deducción real, una idea práctica. No la del rechoncho emperador, sino la del escultor y la mía propia. Extraía una referencia aplicable a la vida concreta, al deseo de intimar con los ambientes de la ciudad y los que me esperaban a mi regreso a casa. El editor puso en la portada del libro una faja de promoción que proclamaba: "El descubrimiento apasionado de un gran escenario: Milán. Un nuevo síndrome de Stendhal". Aun no me he desprendido de aquella faja.
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