Imaginé que si el día de ayer se nublaba en algún momento, podría hacer frescoallá arriba. Llevé un suéter de algodón en en la mochila, por si acaso. El anfitrión me recibió con un jersey de lana puesto, que no se quitó en todo el día. Comprendí por qué. Antes de comer nos instalamos a la sombra acogedora de un tilo monumental. La copa de hojas vibrátiles llegaba casi al suelo y formaba una geoda vegetal fresquísima. Mientras charlábamos, Amadeu Cuito se abotonó el suéter de lana y yo subí la cremallera del mío hasta la nuez del cuello. Mi incredulidad me impedía admitir que estaba pasando frío en un mediodía soleado de agosto, sin embargo era frío auténtico en plena canícula. Me pareció un placer casi orgásmico. El aroma excelso
procedente cada vez con mayor intensidad de la cocina nos hizo pasar a la mesa del interior. Anna Ricart había cocinado un gigot d’agneau en el que cantaban los ángeles y un tiramisú de la casa corregido en el plato de postres con un chorrito de coñac. Amadeu no se sacó en ningún momento el jersey de lana ni yo el mío, apenas los desabrochamos por pudor a la hora de tomarnos la foto adjunta en el porche.
procedente cada vez con mayor intensidad de la cocina nos hizo pasar a la mesa del interior. Anna Ricart había cocinado un gigot d’agneau en el que cantaban los ángeles y un tiramisú de la casa corregido en el plato de postres con un chorrito de coñac. Amadeu no se sacó en ningún momento el jersey de lana ni yo el mío, apenas los desabrochamos por pudor a la hora de tomarnos la foto adjunta en el porche.
La casita de madera de Amadeu Cuito y Anna Ricart, situada a 990 metros de altitud en el macizo del Montseny, es una novela familiar en sí misma y una especie de milagro de la voluntad de supervivencia. El padre, Ferran Cuito, participó como ingeniero en el montaje de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929 y, acabado el certamen, cazó al vuelo la oferta de adquirir el pabellón de Noruega, una casa típica escandinava desmontable que iba a ser desguazada. La trasplantó a un punto idílico y solitario del Montseny. Exiliado a raíz de la Guerra Civil, se convirtió en su sueño perdido.
En la posguerra fue ocupada por militares acampados en la zona. La familia la recuperó y rehabilitó gradualmente con el paso de los años. Tras la muerte de Ferran Cuito en 1973, el hijo Amadeu ha querido conservarla y utilizarla intacta, tal como la soñaba su padre durante el exilio. Tan solo añadió en el prado de enfrente un tronco gigantesco como mástil, con una senyera que se ve desde Sant Celoni, cuando están. Mantener la la casita intacta ha sido un trabajo hercúleo contra la abrasión del tiempo, una cuestión de fe, tenacidad y mantenimiento constante.
A la sombra de sus tilos y abetos, en la mesa del gigot d’agneau o ante la chimenea, he aprendido cosas de primera importancia de la vida, que la proverbial discreción de Amadeu y Anna no me dejarían exponer. La hospitalidad y el arte de la conversación solo son la base.
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