En la rehabilitada plaza de la Gardunya, detrás de la Boquería, el bar-restaurante de siempre pone terraza con horario mañanero de cocina adaptado al del mercado. Ayer desayuné ahí a primera hora unos huevos fritos bien hechos: la clara rodeada de la gargantilla dorada y crujiente, la yema casi cruda, sin cuajar. Los acompañé con unas judías secas. No eran del ganxet ni de Santa Pau, aunque lo disimulaban honestamente con el pensamiento malicioso del ajo y perejil del refrito. El pan estaba recién horneado. A esa hora imperaba en la terraza una paz difícil de imaginar. El grado de hospitalidad del lugar es importante, determina la disposición a disfrutarlo. No se trata de confort material ni menos aun de lujos (conozco antros
humildísimos, de una modestia gozosa y endurecida, donde desayuno de plato como un rey o un presidente electo de la República). La hospitalidad es la gracia natural con que el entorno acoge al cliente, la sintonía que se establece –o no— entre el lugar y el visitante, en ambas direcciones.
humildísimos, de una modestia gozosa y endurecida, donde desayuno de plato como un rey o un presidente electo de la República). La hospitalidad es la gracia natural con que el entorno acoge al cliente, la sintonía que se establece –o no— entre el lugar y el visitante, en ambas direcciones.
En la plaza de la Gardunya las cosas cambian mucho entre las 8h de la mañana y las 12h del mediodía, como dos mundos distintos en el mismo punto preciso del mapa, dos poblaciones sin comparación en el mismo territorio. El mundo en general y también el detalle de las cosas varía ostensiblemente entre les 8h de la mañana y las 12h del mediodía, sin moverse de sitio. La densidad del aire, el grado de saturación del deseo, el sentido narrativo del escenario, la sensibilidad palatal y el sueño errático, la llama de la ilusión del apetito biológico varían mucho en esas cuatro horas, en la Boquería y en todas partes.
Antes de las ocho de la mañana aun puede establecerse una complicidad espontánea con el género humano de los demás madrugadores, al menos una coexistencia pacífica y holgada, algo imposible con la multitud desorbitada, áspera y recalcitrante del mediodía. Ir a desayunar a la Boquería de mañanita, a primera hora, es un lujo mediterráneo mantenido al margen de las aglomeraciones, un frágil lujo cotidiano, una flor fresca y fragante en el umbral de marchitarse y verse pisoteada al cabo de poco, antes de revivir al día siguiente como si nada, por un ratito mañanero. Es el instante infantil del día, con el rubor en la mejilla aun sin manosear, volátil, terso, sanguíneo, vital, ligero, angélico, flotante, entre el balbuceo y la lucidez solar, en el momento de eclosionar con la misma energía y la misma voluptuosidad mental que mi apetito.
La luz mañanera turgente, irisada, tierna, esponjada, igual como sucede con las voces desmarcadas del griterío y los pasos con personalidad propia, todavía modulan a esa hora un compás amable, capaz de una ironía crítica sincera, antes de alborotarse de modo acusado, impulsados por una turbina de dimensiones muy grasas.
Si a esa hora primera colocasen en medio de la plaza de la Gardunya una escultura en mármol blanco de una diosa griega de belleza palpitante, no desentonaría en absoluto. Una rato más tarde, se encontraría inadaptada.
Frente a la multitud es preciso pasar por el ojo de la aguja, aprovechar los márgenes de tolerancia, escabullirse sin huir, aparentar que le damos la razón mientras disfrutamos de los rincones y los ratos escondidos.
Durante la sobremesa del desayuno me apeteció recitar para el cuello de mi camisa un fragmento de las Notes disperses de Josep Pla que dice: “Siempre he sido partidario de la obsesión permanente –de una obsesión cualquiera, como esta, ridícula, de escribir— como origen de la acción. Una obsesión cualquiera puede ser muy positiva, porque puede crear paciencia. La pereza, el aburrimiento, crean una frenesí disimulado pero totalmente estéril”.
Marchando de vuelta a casa quería comprar unas colmenillas para cocinar con fricandó, pero iban a 500 € el kg y me pareció inmoral. Me limité a unos ceps frescos a 28 € el kg, unos funghi porcini que huelen a entraña de la tierra de forma aromática y concupiscente para prepararme a la hora de comer un plato de pasta a la italiana canturreando la vieja balada de Jimmy Fontana:
Iiiiiil mooooondo
non si è fermato mai un momento,
la notte insegue sempre il giorno
Iiiiiil mooooondo
non si è fermato mai un momento,
la notte insegue sempre il giorno
ed il giorno verrà...
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