5 ago 2020

Elogio de la pérgola, vista como ombligo afortunado de un mundo

La pérgola es una de las estructuras más amables, básicas y lúcidas que se haya inventado, una de las expresiones más depuradas de la hospitalidad, el lugar más idóneo para arreglar el mundo durante una sobremesa o, simplemente, dejar que todo vaya tirando. Es como un iglú vegetal íntimo y a la vez aireado, un paisaje reducido a la gota de su esencia, un rebrote humanitario de la naturaleza civilizada, una fuente que mana el frescor del placer anhelado y reencontrado por sorpresa, una figuración sentimental de la calidez del refugio, un entramado incapaz de cuadricular o inmovilizar todo lo que fluye, una pequeña utopía materializada, una confluencia feliz entre naturaleza y cultura, un punto focal de la construcción humana que
siempre –o casi siempre-- ayuda a vivir. Mi devoción por las pérgolas no es beata ni acrítica. Trato de discernir los materiales auténticos y adivinar de lejos a los vendedores de humo que confunden la carrocería con el motor. Hay pérgolas carísimas de baja calidad, y viceversa.
En su modestia aparente, la pérgola civiliza un espacio abierto, acerca el paraíso perdido por culpa de no sé qué pecados originarios, lo cubre de delicadez y armonía, le añade genio, verdad y secreto al mismo tiempo que lo endulza, lo refina, le otorga un grosor poético, una pausa amable de las tribulaciones y las incertidumbres, una fragancia vibrátil que revigoriza el alma y la compensa por las inquietudes insatisfechas de los días, la tozuda insolencia de los hechos en bruto, la estupidez usual del medio circundante, el imperio del dinero y la impunidad de los poderosos.
Los placeres más básicos pueden ser los más lujosos: escribir a la sombra de un porche emparrado, sentir el olor de tierra mojada o el aroma del pan recién horneado, observar los colores cambiantes de los arboles, amar la vida. Estoy convencido de que las cosas auténticamente importantes se deciden bajo una pérgola, una parra o un cañizo. Lo demás son reuniones. La pérgola, como el amor y tantas otras cosas, es un acto de fe en la capacidad de modular una convivencia en paz, incluso con algo de ternura, fraternidad y acierto.

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