25 sept 2013

Otoño triunfal en la montaña de amatistas del olvidado poeta (y 2)

Tuve un primer atisbo directo de las “amatistas” cuando en una ocasión ya lejana gocé de la hospitalidad de Llorenç Gomis y Roser Bofill en Can Balet del municipio de Viladrau, en el corazón del Montseny más literario. Roser Bofill formaba parte activa del linaje del poeta Guerau de Liost. Su entusiasmo siempre contrastó –y al mismo tiempo encajó admirablemente— con la circunspección de Llorenç, que yo había tenido de profesor en la Escuela de Periodismo cuando todavía se llamaba Lorenzo, igual como conocí a Roser de estudiante en aquellas aulas. La escasa conversación del marido en el jardín de
su casa se contradecía con la mirada penetrante de unos ojillos vivos que lo observaban todo con recóndita avidez. Llevava la sonrisa siempre puesta. Se abstenía de opinar, más aun de juzgar en voz alta. Era un hombre reflexivo, contemporizador y respetuoso, apoyado en la viveza de su compañera y el ajetreo generacional de las cuatro hijas. Seguramente no habría servido para director de orquesta ni político de carrera, aunque dirigió un diario barcelonés en momentos poco fáciles y se pronunció políticamente al final de su vida en la dirección maragalliana menos esperada. Ostentaba desde joven una calvicie senatorial y una pulcra barba tipo collier, sin bigote, más elegante si cabe que la de Josep M. Castellet, suponiendo que eso sea imaginable. Llorenç Gomis había absorbido el viejo noucentisme señorial del Montseny.
Para pasar el rato íbamos a coger moras, frambuesas y arándanos que las señoras de la casa destinaban a preparar confituras, jaleas y elixires con notable dominio de la materia. Se requería un cierto criterio a la hora de abordar los distintos tipos de arbustos, un criterio que ellas poseían con discernimiento heredado, dinástico, casi heráldico. Los anfitriones me llevaron a visitar Ca l’Herbolari, la casa solariega de los Bofill. Me pareció un caserón ajado y decadente, desproporcionado frente al eco mítico con que me lo mostraban, como si se tratase del templo de un pasado que no alcancé a adivinar. El lugar era húmedo, sombrío y triste, aunque revestido de majestad en sus palabras. No lo entendí y lo borré pronto de mi memoria. Ahora lo entiendo algo más y escribo estas líneas sobre el Montseny de Guerau de Liost a guisa de reparación.

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