7 feb 2015

Alegría y fuerza de los almendros en flor, ayer por la mañana en Llers

Ayer rondé por Llers, cerca de Figueres, por el placer de contemplar el vestido de novia de los almendros floridos en plena friolera, como una amabilidad insolente de la naturaleza frente al rictus de los demás árboles deshojados y la tierra yerta. Los viejos y retorcidos almendros anuncian con precocidad la primavera burbujeante cuando el invierno se halla en su punto álgido, como un recordatorio luminoso de los mecanismos internos del ciclo biológico, de la reviviscencia que incuba la aparente agonía invernal. Su flor es una nieve vegetal que despliega el arte de ir a contracorriente para adelantarse. El almendro necesita al frío para florecer de nuevo, el invierno le devuelve la vida. La delicadeza de los pétalos, del blanco más
puro al rosado, contrapuntea las terrosas sementeras mudas. También es cierto que la flor del almendro puede pagar muy cara su belleza impaciente y la presencia de ánimo, su celebración vitalista y el conjuro de la muerte, si se producen heladas tardías. Ir por libre siempre ha tenido un precio.
El problema es que quedan cada vez menos almendros, condenados a la decadencia porque las almendras resultan más “competitivas” si vienen de Marruecos, Turquía o California. Los almendros que fui a acariciar ayer con la mirada en la garriga de Llers son unos supervivientes. No deja de ser un mérito más de la dulzura que produce a veces el secano austero. 
En otras comarcas hay aun núcleos de plantaciones, por ejemplo en tierras leridanas de Agramunt (para los turrones). En Mallorca representaban casi un monocultivo, se habían contado hasta 7 millones de ejemplares, de los que sobreviven menos de la mitad, a menudo con las almendras del año anterior en el árbol. 
En la ciudad siciliana de Agrigento, entre los templos griegos aun en pie, celebran del 12 al 22 del presente mes de febrero la 70 edición de la Sagra del Mandorlo in Fiore, una cita de grandes dimensiones en varios aspectos sumados. 
En Barcelona la fiesta del almendro florido se celebra cada segundo domingo de febrero desde 1924 ante la tumba del poeta Joan Maragall en el cementerio de Sant Gervasi (esta vez el domingo 10, a las 12h), para honrar sus conocidos versos: “A mig aire de la serra veig un ametller florit. Déu te guard, bandera blanca, dies ha que t’he delit! Ets la pau que s’anuncia entre el sol, núvols i vents… No ets encara el millor temps pro en tens tota l’alegria”. 
Del almendro se aprovechaba casi todo: las cáscaras de la almendra para la calefacción (ahora se llama biomasa combustible) y la leña del tronco en las chimeneas. El aceite de almendra poseía propiedades medicinales y cosméticas, se le consideraba laxante, emoliente, hidratante, cicatrizante, suavizante y calmante. Se elaboraban leches, horchatas, helados y deliciosos gatós. La primicia de los almendrones verdes --tiernos, ácidos, indigestos--, descascarados con la ayuda de una piedra bajo el propio árbol, tenía la atracción añadida del placer furtivo. Los poetas y los fotógrafos hicieron de los almendros en flor un leit-motiv frecuente, aunque actualmente ni eso. 
Me gusta ir a ver a los almendros en flor, como un homenaje a la belleza de las cosas. Esos días suelo recordar un pasaje de la obra de Albert Camus, en la narración titulada “Los almendros”: “Cuando vivía en Argel, sentía todo el invierno una impaciencia porque sabia que, en una noche, en una sola noche fría y pura de febrero, los almendros del valle delos Cónsules se cubrirían de flores blancas. Me maravillaba ver como esa nieve frágil resistía todas las lluvias y los vientos del mar. Y cada año persistía apenas el tiempo preciso para germinar el fruto... Ante la enormidad de la jugada en la que nos encontramos envueltos, debe tenerse muy presente, sobre todo, la fuerza de carácter. No me refiero a aquella que en las tribunas electorales acompaña a las cejas fruncidas y las amenazas, sino a la que aguanta todos los vientos del mar con su blancura y su sabia. La que, en el invierno del mundo, va germinando el fruto”.

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