27 nov 2016

Debe insistirse en Florencia ante la desnudez de la Capella dei Pazzi

Nadie ha podido superar la belleza de la cúpula del Duomo de Florencia, il cupolone diseñado por Filippo Brunelleschi. Ni siquiera Miquel Ángel cuando lo intentó en la de San Pedro del Vaticano, “la sorella più grande ma non piu bella”... Algunos pensamos secretamente, como una sensación íntima que no necesita de consenso, que Brunelleschi todavía se superó a sí mismo en otra construcción suya de Florencia, la Capella dei Pazzi, situada en el recinto de la basílica de Santa Croce, gracias a la opción de abrazar la desnudez en estado puro que no podía tener la cúpula catedralicia. La percepción de esta segunda obra maestra de Brunelleschi, iniciada en 1443 y culminada a su muerte con el vestíbulo porticado corintio de Giuliano
da Maiano, se ve facilitada hoy porque el interior de la capilla se encuentra radicalmente vacío y pueda contemplarse en sus líneas maestras sentados calmamente en el banco de piedra que rodea el perímetro interior.
No contiene ningún adorno pictórico, ninguna pieza de mobiliario. Las cuatro paredes y basta. No necesitaba más, y aquí lo entendieron. Esa claridad de visión presenta la Capella dei Pazzi a la mirada del visitante como si fuese un trabajo práctico de final de carrera de arquitectura o, mejor aun, de final de trayectoria de la vida de un genio.
El arquitecto Nicolau M. Rubió i Tudurí reconoció que se inspiró “literalmente“ en ella para su diseño de la nave de la iglesia barcelonesa de de Santa María de Montserrat, en Pedralbes. Josep Pijoan escribió en Historia general del arte: “De todas las construcciones proyectadas por Brunelleschi, la que revela más su carácter personal es uns capilla aislada en el claustro de Santa Croce, pagada per la poderosa familia Pazzi. Planeó una capilla-salón de planta cuadrada con cúpula y pórtico. Brunelleschi confirmó en la capilla Pazzi su estilo. Formuló el canon, el módulo de un nuevo orden clásico“.
El banco de piedra que rodea su interior permite sentarse a conversar largo rato con las formas magistrales peladas hasta la esencia, despojadas hasta el punto decisivo donde no hay más argumento que el alma cruda. Alcanzado tal estadio, no caben circunloquios: todo se resume todo en una radical ascesis expresiva, una síntesis culminante.
No estamos acostumbrados a esa clase de cuerpo a cuerpo con la desnudez. Por eso los visitantes tienen tendencia a despachar la visita de un vistazo. En cambio yo siempre he sido partidario de insistir. Cuando al final de un cierto tira y afloja la piedra sobre la que estoy sentado comienza a no comunicar un helor afilado, empieza a sugerir la incipiente suavidad de la situación. No permite aflojar, pero ya parece querer y doler, deleitarse algo más con el interlocutor. 
Tan solo algunos días muy escogidos –o muy casuales— el coloquio personal con la Capella dei Pazzi consiente una cierta relajación entre la belleza y uno mismo, gozar de la sensación que la belleza no es el acierto fortuito de un momento dulce, sino una madura proclama de retorno a las fuentes, a la simplicidad triunfal que solo se alcanza después de muchos rodeos en todas direcciones. 
La Capella dei Pazzi desnuda puede parecer hoy una belleza inútil, una pieza de muestra inservible, un cuerpo sin sangre, una proeza de taxidermista que la falta de uso ha convertido en frígida. Este es el error de los visitantes que la despachan de un vistazo, ni que sea un vistazo maravillado. Yo soy partidario de insistir, hasta sentir que ella también desea.

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