Cada lunes y viernes a las diez de la mañana un guía municipal comparece en el portal de la finca vacía y conduce a las personas que se hayan presentado para seguir la visita guiada a los jardines de Fontana Rosa, la propiedad de Vicente Blasco Ibáñez en la ciudad francesa de Mentón (Costa Azul), donde el escritor valenciano murió en 1928. Es el único modo de entrar. Ahora es un jardín municipal, en curso de restauración. La espectacular propiedad se encuentra en lenta rehabilitación, la figura de Blasco Ibáñez no. Ni en
Francia ni en su país. La única rehabilitación, la única posteridad de un escritor es llegar a ser leído por generaciones sucesivas. Todo lo demás son cataplasmas. Muchas de las novelas de Blasco Ibáñez pasarían sin demasiadas arrugas la prueba del relevo generacional si se encontrasen en las librerías, reeditadas y al alcance, en vez de muertas de éxito.
El eco mundial de este autor en un momento dado, la fabulosa novela de su propia vida o la espectacularidad del su legado inmobiliario no cuentan para nada. Blasco Ibáñez ya fue visto en vida como un “suburbial” y hoy no es visto de ninguna forma. El personaje siempre se encontró desubicado en todas partes, excepto en el favor de los lectores en una época determinada. Vicente Blasco Ibáñez fue una figura gigantesca, un personaje tumultuoso, exaltado, temperamental, arrebatado y exitoso. Pese a todo ello, la lista de sus libros suena hoy con una gran vaguedad. El conocimiento de su trayectoria es escasísimo. El blasquismo se ha prácticamente evaporado.
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