El Janículo no forma parte de las siete colinas fundacionales y legendarias de Roma, aunque se considera la octava porque se ha convertido en igual de eminente, deliciosa y concurrida que el Aventino, el Capitolio, el Celio, el Esquilino, el Quirinal, el Palatino y el Viminal. No se debe solamente al templete de San Pietro in Montorio, la obra maestra de Bramante donde hasta hace poco era tradicional que los romanos fuesen a casarse y sacarse la foto de boda ante una de las mejores panorámicas de la ciudad. Tampoco se debe
a la extensión y la belleza del parque público, al que los romanos suelen acudir antes de casarse para flirtear dentro del coche ante una de las mejores panorámicas de la ciudad. Menos todavía a la existencia de monumentos y edificios tan envidiables como la Fontana de la Acqua Paola, la estatua ecuestre de Garibaldi, el cañoncito decimonónico que cada día dispara un tiro de fogueo para marcar las doce en punto del mediodía, el arco de triunfo musoliniano con la inscripción “Roma o morte”, la activa Academia Española de Bellas Artes, la ajardinada residencia del embajador español ante el gobierno italiano, el Liceo Cervantes ni el Colegio Pontificio Norteamericano, transformado en check-point Charlie de los cardenales y su séquito de aquella procedencia.
La lista de atractivos del Janículo es más larga aun, pero estoy convencido que la mayoría no vamos por eso a su passeggiata. Aseguraría que casi todo el mundo va por el mismo motivo que yo: para acodarnos embelesados en la balaustrada panorámica, abrir morosamente el libro de Stendhal Vie de Henry Brulard y leer de nuevo, en este lugar preciso, su primer párrafo: “Hoy por la mañana, 16 de octubre de 1832, me encontraba en San Pietro in Montorio, en el Janículo de Roma. Lucía un sol magnífico, un ligero viento de siroco casi insensible hacía flotar unas pequeñas nubes en lo alto del monte Albano, reinaba en el aire un calor delicioso y me sentí feliz de vivir”.
a la extensión y la belleza del parque público, al que los romanos suelen acudir antes de casarse para flirtear dentro del coche ante una de las mejores panorámicas de la ciudad. Menos todavía a la existencia de monumentos y edificios tan envidiables como la Fontana de la Acqua Paola, la estatua ecuestre de Garibaldi, el cañoncito decimonónico que cada día dispara un tiro de fogueo para marcar las doce en punto del mediodía, el arco de triunfo musoliniano con la inscripción “Roma o morte”, la activa Academia Española de Bellas Artes, la ajardinada residencia del embajador español ante el gobierno italiano, el Liceo Cervantes ni el Colegio Pontificio Norteamericano, transformado en check-point Charlie de los cardenales y su séquito de aquella procedencia.
La lista de atractivos del Janículo es más larga aun, pero estoy convencido que la mayoría no vamos por eso a su passeggiata. Aseguraría que casi todo el mundo va por el mismo motivo que yo: para acodarnos embelesados en la balaustrada panorámica, abrir morosamente el libro de Stendhal Vie de Henry Brulard y leer de nuevo, en este lugar preciso, su primer párrafo: “Hoy por la mañana, 16 de octubre de 1832, me encontraba en San Pietro in Montorio, en el Janículo de Roma. Lucía un sol magnífico, un ligero viento de siroco casi insensible hacía flotar unas pequeñas nubes en lo alto del monte Albano, reinaba en el aire un calor delicioso y me sentí feliz de vivir”.
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