Tras muchos años de recorrer, acariciar y escribir Florencia, compruebo ahora con sorpresa, al llegar de nuevo a esta gloriosa ciudad, que lo que prefiero de ella es simplemente sentarme como cualquier viandante de paso al pie de la estatua del Perseo, en la Piazza della Signoria, y mirar pasar a la gente. Mi sorpresa deriva de que se trata de una decisión espontánea y puramente sentimental, no argumentada ni prevista. Debe ser que me he cansado de argumentar y prever. Quizás ahora empiezo a amar a Florencia con un criterio más torneado a la hora de interpretar los sentimientos espontáneos frente a aquellos dictados por los cánones estéticos de la historia del arte. Me dediqué durante mucho tiempo a conocer los cánones reverenciales, ahora me apetece sentarme al pie del Perseo y contemplar sin objetivo preciso el movimiento humano que le rodea. Encuentro a la escena un valor multiplicado, aunque tal vez con ello no resiga del todo la versión oficial de la historia del arte y de la vida en general. Ahora intuyo que las versiones oficiales necesitan ser retocadas por cada amante del arte y de la vida en general. Lo que me gusta más del Perseo es su ubicación en un punto de
paso abierto a todo el mundo, tocando a la gente, tocado por la gente que lo admira o simplemente pasa y, a veces, se sienta sin mirarlo porque ya lo ha hecho suyo dentro del nobilísimo mobiliario urbano de cada día. En Florencia la historia del arte y la belleza ha sido demasiado tiempo patrimonio de los estetas de claqué, del funambulismo de los mandarines, de la jactancia de las elites culturales, la zaragata enfática del aristocratismo preciosista y la ortodoxia frígida de los espíritus escolásticos.
paso abierto a todo el mundo, tocando a la gente, tocado por la gente que lo admira o simplemente pasa y, a veces, se sienta sin mirarlo porque ya lo ha hecho suyo dentro del nobilísimo mobiliario urbano de cada día. En Florencia la historia del arte y la belleza ha sido demasiado tiempo patrimonio de los estetas de claqué, del funambulismo de los mandarines, de la jactancia de las elites culturales, la zaragata enfática del aristocratismo preciosista y la ortodoxia frígida de los espíritus escolásticos.
La glorieta porticada de la Loggia dei Lanzi lleva el nombre de los lanceros de Cosme I de Médici que vigilaban el portal del Palazzo de la Signoria, el centro del poder. Los tres arcos góticos, abalconados sobre la plaza, enmarcan varias esculturas, entre las que destaca desde 1554 el bronce del Perseo esculpido por Benvenuto Cellini con la intención de competir con Donatello y Miguel Ángel, quienes también tenían obras expuestas. Cellini era ya reconocido como orfebre, pero constituía la ocasión de ser valorado asimismo como escultor entre los más grandes. Su alegoría del joven Perseo desnudo empuña en una mano la espada y en la otra, alzada, exhibe la testa que acaba de cortar de la gorgona Medusa. Todo el mundo se fija en la truculencia de les vísceras colgando de la cabeza de la gorgona, más que en la colosal belleza del conjunto de la pieza --y del lugar.
Posee también una atracción literaria: el libro Vita que escribió el propio Cellini sobre el proceso de encargo, moldeado y fundición de la pieza. No representa tan solo un documento trepidante de primera mano sobre la elaboración de una obra maestra, sino casi una novela de acción. La Vita de Cellini, en particular el episodio que narra con tonos épicos la noche en que procedió a fundir el Perseo, dio pie a la ópera “Benvenuto Cellini”, de Héctor Berlioz, escasamente representada.
Rainer Maria Rilke escribió en abril de 1898 en los Diarios de juventud, al llegar a los pies del Perseo: “Era como si aquel joven viejo me rogara que tuviera paciencia frente a todo lo que no estaba resuelto en mi corazón y que intentara encariñarme con las preguntas mismas, como si se tratase de habitaciones cerradas o libros escritos en un idioma antiguo. Que no buscara ahora las respuestas que no se me podían dar porque yo no sabía vivirlas. Aquel joven viejo me decía: ‘Vive ahora las preguntas. Tal vez luego, poco a poco, sin darte cuenta, vivas un día la respuesta”...
Rainer Maria Rilke escribió en abril de 1898 en los Diarios de juventud, al llegar a los pies del Perseo: “Era como si aquel joven viejo me rogara que tuviera paciencia frente a todo lo que no estaba resuelto en mi corazón y que intentara encariñarme con las preguntas mismas, como si se tratase de habitaciones cerradas o libros escritos en un idioma antiguo. Que no buscara ahora las respuestas que no se me podían dar porque yo no sabía vivirlas. Aquel joven viejo me decía: ‘Vive ahora las preguntas. Tal vez luego, poco a poco, sin darte cuenta, vivas un día la respuesta”...
Aun no he vivido la respuesta. Ignoro por qué me atrae ahora sentarme al pie del Perseo, justo debajo de donde gotean las vísceras de la gorgona, entre la larga lista disponible de otras bellezas eminentes y amadísimas que ofrece Florencia. No lo sé en términos discursivos y probatorios, pero lo sé perfectamente en términos sentimentales (calificativo pervertido por el romanticismo y que uso aquí en su expresión más noble, genuina y admisible). Lo sé porque lo siento claramente, sin entenderlo del todo, después de muchos años de rodearlo.
Seguramente algunas cosas importantes tienen una explicación más emocional que intelectual, más de sensaciones neurálgicas que de ideas o conceptos. La comprensión emocional (identificar las emociones propias y de los demás) no es un estadio primitivo de la asimilación mental. A veces es un estadio superior. Algunos sentimientos y episodios tal vez no los entendamos nunca del todo, pero los vivimos con una claridad irremplazable. Las emociones contrastadas fabulan menos, a veces, que la razón. Las vísceras –tan abusivamente desacreditadas-- pueden ser en algunos casos más conscientes que la mente. Hay sensaciones cargadas de delicadeza y verdad, con una dimensión física breve, precisa y esencial. El aparato perceptivo y la conciencia no pasan solamente por el cerebro, aunque a los viejos racionalistas nos sorprenda.
Debe ser por eso que después de tantos años de recorrer, acariciar y escribir Florencia elijo ahora la opción predilecta de sentarme como cualquier viandante de paso al pie del Perseo, para sentir lo que amo sin entenderlo del todo. Probablemente el amor se tiene que merecer más que entender, se tiene que trabajar más que argumentar.
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