Es muy posible que el amor sea la única épica cotidiana al alcance de los mortales, el único consuelo, el único milagro. En contrapartida del poder del sentimiento, a medio camino entre la grandeza del demiurgo y el simple titiritero, su estabilidad resulta muy vulnerable y contiene con cierta frecuencia el engaño, la crueldad, el duelo, el desapego, la playa pedregosa donde mueren les tentativas infortunadas. En la lucha de siempre entre cualquier cosa y su contrario, entre la luz y las sombras, nada está jugado del todo, en un permanente baile de hojas arrastradas por el viento, salutífero o bien maléfico, sin saber muy bien por qué. Lo decía el poeta Ausiás March el siglo XV: “Amor, de vós jo en sent més que no en sé, de què la part pitjor me’n romandrà,
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vós sap lo qui sens vós està. A joc de daus vos acompararé” (Amor, de vos yo siento más que sé, de que la parte peor me tocará, y de vos sabe quien sin vos está: a juego de dados os compararé).
vós sap lo qui sens vós està. A joc de daus vos acompararé” (Amor, de vos yo siento más que sé, de que la parte peor me tocará, y de vos sabe quien sin vos está: a juego de dados os compararé).
El amor prevalece sobre el conocimiento, la sinrazón también. Debe haber amores razonables y estables, así como grandes amores inexplicables y malogrados. Los cínicos, los fatalistas de la condición humana y los bobos pretenden que el amor no es más que una reacción química sublimada por los poetas, una utopía emocional de los románticos irreparables, un recurso retórico a la arcadia artificiosa de quienes no saben vivir solos, una evasión más o menos compartida del miedo al tedio, un pacto celular transitorio de conveniencia mutua, la última quimera a propósito de la tierra prometida, el equivalente laico del mito de la salvación, la eterna ilusión de creer que la felicidad consiste en hacer feliz a otro y pensar que el rumbo de la vida puede mejorar con generosidad y pasión.
Otros suponemos que para amar es preciso primeramente saber maravillarse, mirárselo con un estado de sorpresa, creer en ello con cierta disposición y celebrar que el sol y el deseo aparecen cada día. Los contraopinantes aducen que el amor comienza y acaba con la misma naturalidad que el ciclo de las estaciones y que no debe buscársele más explicaciones que a la ley de la gravedad universal. El matrimonio, la pareja –el pacto— les parece una jaula, la cruz sacrificial de la libertad y la independencia. Son personas que pueden cambiar de sentimientos como quien varía la disposición del mobiliario de casa, aunque sea con pérdidas colaterales inevitables.
Otros prefieren compartir como respirar y sentir el impulso de la atracción como la energía que requieren cada día para levantarse. También lo llaman ganas de sentirse queridos, de ser invitados de vez en cuando a una fiesta de los sentidos, que les prometan maravillas al oído de madrugada y que la pasión no se limite a un vago murmullo de la memoria. Son conscientes de que después puede llegar la factura, pero de momento optan per enardecerse por algo o por alguien.
Consideran la pasión una categoría de la sangre y que no puede alcanzarse nada sin una dosis de vitalismo, visto como antídoto de la apatía. Aseguran que las emociones no las traen a casa por mensajero como las pizzas. Les escucho, a unos y otros, con vivo interés.
Consideran la pasión una categoría de la sangre y que no puede alcanzarse nada sin una dosis de vitalismo, visto como antídoto de la apatía. Aseguran que las emociones no las traen a casa por mensajero como las pizzas. Les escucho, a unos y otros, con vivo interés.
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