Pueden haber pasado muchos años, incluso algunas décadas, pero siempre es importante contar con un hotelito predilecto en París, porque nunca se sabe como vendrán dadas las ganas de recorrer de nuevo algunos viejos caminos. He probado unos cuantos a lo largo de épocas distintas y mantengo dos hasta hoy, muy cercanos en la misma calle, uno junto al otro, en el Barrio Latino. El primero es caro, para las épocas más despreocupadas. El otro es económico y dignísimo, para momentos quizás más eufóricos en otros sentidos. Son dos puntos de referencia seguros, fijos, inquebrantables como la atracción de la ciudad, siempre que se le ponga el estado de espíritu indispensable. Sin eso todos los hoteles son miserables. Los grandes
palaces parisinos han envejecido mal, a fuerza de inyecciones de botox de los petrodólares. El lujo de talonario es lo que se marchita más de prisa, aunque lo adornen cada vez más.
palaces parisinos han envejecido mal, a fuerza de inyecciones de botox de los petrodólares. El lujo de talonario es lo que se marchita más de prisa, aunque lo adornen cada vez más.
El Meurice y el Plaza Athenée son ahora propiedad del sultán de Brunei, el Georges V y el Crillon del príncipe saudí Al-Walid, el Ritz de Mohamed al-Fayed… La Place Vendôme, desde que retiraron la guillotina, se ha convertido en un escaparate de joyerías repetidas. En cambio mis dos hotelitos predilectos, en el viejo y céntrico Barrio Latino, renuevan parsimoniosamente las instalaciones con una vibración humana casi familiar, a un ritmo que se deja seguir con un aire de cliente estable. Presentan las arrugas justas, ni una más ni una menos.
Me tranquiliza enormemente saber que están y que, si regreso, reconocerán mis pasos. “Il nous restera toujours Paris” no es la frase más banal del repertorio infinito, puede que sea la segunda más acertada de todas, después de “Je t'aime, tu sais”.
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