El 9 de noviembre se cumplen 25 años de la caída Muro de Berlín a mazazos. Justo dos meses antes el colega Xavier Miserachs me fotografió ante él con una mirada llena de expectativas. No estoy seguro de que el 25 aniversario del final de la guerra fría sea para lanzar cohetes, vista la actuación desde entonces de nuestro sistema político occidental (y también del oriental). Hoy permanecen en pie muchos otros Muros de Berlín, tanto físicos (la salvaje valla de Melilla, el aberrante muro de hormigón palestino-israelí) como sociales (las desigualdades y exclusiones en aumento) o mentales (los viejos y nuevos nacionalismos). Desde el momento de
sedentarizarse, el homo sapiens ha invertido enormes energías en delimitar su espacio frente al territorio del vecino. Las fronteras de los siglos más recientes han costado muchos millones de muertos. Hoy, al menos en Europa, las fronteras tienden a ser de otro tipo, aunque tan altas como las de antes.
Cualquier país es un país de frontera. Cataluña posee en La Jonquera y El Pertús la frontera terrestre más transitada del continente y la decana en ser marcada a lo largo de todo el Pirineo con 600 piedras numeradas o mugas que hoy parecen ridículas, pero que siguen mantenidas y repintadas cada año por las autoridades. En 2004 la Unión Europea creó la Agencia Europea de Fronteras (Frontex), perfectamente inoperante ante el dramático alud de pateras norteafricanas en las costas de este lado del Mediterráneo. Los muros de separación han cambiado de estilo, pero siguen creciendo e hiriendo.
Sin ir más lejos, Cataluña tiene dividido su territorio entre dos Estados, a caballo de la frontera política del Pirineo, convertida hoy en un muro mental, cultural y sociológico que no necesita controles de policía ni barreras físicas oficiales. Este muro existe más que nunca. La frontera está, diga lo que diga la letra de los tratados de la Unión Europea. Ha cambiado mucho en comparación con la época en que constituía un auténtico cordón sanitario, una barrera reforzada entre dos regímenes legales distintos, pero lo que es estar, está. Se asienta sobre más de tres siglos de insistencia en la separación forzada de los catalanes del norte y el sur del Pirineo, con un resultado imposible de ignorar para quienes nos gusta tocar con los pies en el suelo.
Trabajé como corresponsal de este lado de la frontera del diario perpiñanés L'Indépendant y aprendí a cruzarla con frecuencia, ilusión y versatilidad. Sin embargo fui siempre consciente de estarla cruzando, y no me lo hacían notar tan solo los aduaneros. La sigo cruzado con regularidad y mantengo la misma sensación, me paren o no en los controles.
Ya no es preciso enseñar el pasaporte, cambiar moneda ni comprar la carta verde, sin embargo compruebo de forma clarísima que los catalanes de un lado y otro de este muro invisible fuimos objeto a partir de 1659 de un contrabando de Estado. Significó diferencias importantes de los dos nuevos marcos legales, culturales y escolares, y por consiguiente también de las mentalidades respectivas, gradualmente modeladas por el entorno cotidiano.
El invisible muro pirenaico no se ha impuesto del todo, a veces ha favorecido un contrabando ideológico de verdades elementales que lo superan, porque esas verdades se encuentran más enraizadas que el muro. Entre las rendijas de las realidades consolidadas por las fronteras de todo tipo se cuelan varias clases de contrabando, pequeño o grande, material o mental, respetable o turbio, tradicional o moderno. Cataluña es un país de paso y del otro lado de la divisoria postiza también se dicen catalanes, como sucedía en Alemania hace ahora 25 años.
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