En la crónica que publica cada sábado en las páginas de “Sociedad” del diario La Vanguardia, la modelo Nieves Álvarez acaba de escribir que Pierluigi es su restaurante preferido en Roma. El mío también, desde muchos años atrás, con la diferencia de que yo he dejado de ir desde que van ella y otros famosos de su brazo. La modelo estuvo casada durante veinte años con el fotógrafo italiano Marco Severini (en la foto), pero cuando aun era soltera el restaurante Pierluigi ya era mi preferido en Roma. Entonces se trataba de una trattoria popular, la frecuente desde mi primerísimo viaje y he
intentado mantenerle una cierta fidelidad, a pesar de todo lo que hemos cambiado ella y yo.
intentado mantenerle una cierta fidelidad, a pesar de todo lo que hemos cambiado ella y yo.
Lo que no ha variado es el entorno, la Roma eterna, el barrio de Piazza Farnese y Via Monserrato, sobre todo por la noche, sin el ruido del tráfico diurno, sin los coches, los motorini, los tenderos ni los turistas. En Via Monserrato y en Piazza Ricci, donde se halla el restaurante Pierluigi --en realidad la placita no es más que un recodo de la calle—aun flota la misma atmósfera nocturna calmada a cuatro pasos del desbarajuste de Campo dei Fiori.
A la salida del Pierluigi aprendí a bajar la voz para escuchar el murmullo de las dos fuentes de Piazza Farnese, las monumentales bañeras barrocas en granito situadas ante la fachada del palacio que ahora ocupa la embajada de Francia. Después del horario de oficinas, se convierte en uno de los puntos más silentes y resguardados del centro histórico.
Aprendí a amar el silencio nocturno de Piazza Farnese cuando salíamos muy animados de cenar en Pierluigi, a disminuir el volumen, a bajar el tono para saborear aquel reposo urbano hasta palparlo. No siempre nos podíamos contener de librarnos a carreras juguetonas al rededor de las dos bañeras, alborozados por la euforia de poseer a Roma, de haber cenado muy bien y sostenido una larga sobremesa acompañada con la grappa de la casa.
Cuando el establecimiento todavía estaba regentado por la nonna en persona, mantenía la costumbre de dejar encima de la mesa a la hora del café el tarro de un litro de grappa con frutas confitadas y un pequeño cucharón para que los tertulianos se fuesen sirviendo a voluntad mientras alargaban la conversación. No era un destilado de los más refinados, pero entonces no reparábamos en esos detalles. Nos encantaba el gesto y nos beneficiábamos beneficiábamos de él.
Retorno al Pierluigi y le recuerdo al hijo de la casa la vieja costumbre que él ha abolido del tarro de grappa sobre la mesa a la hora del café. Se encoge de hombros y hace uno de aquellos gestos teatrales italianos que expresan lo que cada uno quiera entender. Su grappa es ahora más refinada y la cobra por unidades de tarifa.
Los precios han subido escandalosamente en la carta del establecimiento, de modo que pido tan solo un primer plato de pasta, a continuación un último plato de queso y todas las unidades de grappa que convengan a la sobremesa. Sigo acudiendo por el tarro con la grappa servida a voluntad que ya no existe.
Permanecen intactas Via Monserrato, Piazza Farnese y alguna ilusión mía, como compartir el lugar con cada nuevo acompañante para ver su forma de reaccionar a la salida ante el suave rumor del agua. Lo hago en homenaje a aquellas carreras nocturnas juguetonas de años atrás alrededor de las dos bañeras barrocas incólumes, eternas como Roma, poseídas por el amor del recuerdo. Par tibi Roma, nihil cum sis prope tota ruina. Nada como tu, Roma, aunque no seas más que ruinas.
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