19 oct 2018

Bajo la lluvia aun se desayuna mejor en Can Met de Mieres

Entre un chaparrón y el siguiente, ayer fuimos a desayunar a Can Met de Mieres. Resultó ser una excelente decisión. La Fina nos preparó en la cocina unas butifarras de perol acompañadas con primorosas judías secas de Santa Pau, un porrón de vino y los cafés correspondientes. Llovía. Llovía bien, como está mandado, con decisión y alguna intermitencia. Los bosques y los sembrados de esta parte de La Garrotxa lucían, casi chisporroteaban bajo la lluvia con una euforia visible. La riera de Merdançà bajaba turbia por medio del pueblo, muy por debajo del muro de piedra que la canaliza. De los trescientos habitantes de Mieres, solo vimos por la calle a uno o dos. Saludamos a la joven cartera de Correos que repartía apresuradamente
en coche desde Banyoles a los domicilios de distintos pueblos de los alrededores. Nos extasiamos bajo el paraguas en el mirador de la iglesia de Sant Pere.
La lluvia, la lluvia razonable, no debería detenernos nunca. Vivimos en un país de clima generalmente benigno, comparado con la pluviosidad atlántica, los helores nórdicos o los monzones asiáticos. Oír desde el comedor del restaurante como tamborilea la lluvia en el tejado con un sonsonete lento, ayuda la digestión y fomenta la sobremesa. Ver llover desde la ventana es un espectáculo suntuoso, un concierto íntimo de música antigua, el trémolo de la banda sonora de las nubes, la respiración del cielo temporalmente rudo. 
Ya lo sé que en este país no sabe llover con aquella europea indiferencia pasiva, sostenida, impecable. Lo hace a rachas o bien con un cuentagotas medio atascado. El gluglú del agua es aquí de chorro irregular y huidizo. A mi simplemente me maravilla escuchar y contemplar la lluvia de vez en cuando. No hay nunca lluvia que no escampe, me digo. 
En Can Met de Mieres ayer desayunamos como señores, a resguardo de la lluvia, pero como si estuviéramos voluntariamente inmersos en ella.

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