26 ago 2019

El privilegio incrédulo de acariciar en secreto a la Venus de Siracusa

Si se expusiera en el Louvre sería más famosa que la Venus de Milo, pero se encuentra en el museo de Siracusa, una ciudad siciliana sin aeropuerto ni aglomeraciones. La Venus de Siracusa es capaz de convencer a los espíritus más reticentes sobre la concupiscencia que puede despertar un trozo de mármol descabezado y manco, la sensualidad de formas en el instante de salir del agua. Está muy bien colocada en un cruce de pasillos del museo y permite rodearla. El hecho de encontrarse en Siracusa y no en el Louvre permite algo más decisivo: acariciarla discretamente cuando nadie del escaso público lo ve. Todas las Venus son la corporización de un sueño. La de Siracusa establece a su alrededor un campo magnético perceptible, un mapa sinuoso del flujo linfático de la obra de arte. Acariciarla secretamente lo demuestra. Guy de Maupassant no exageraba al escribir en la narración La vie errante: "Es una
de las Venus más bellas del mundo. No tiene cabeza y le falta un brazo, sin embargo nunca tuve ante mi un cuerpo más admirable y emotivo. La Venus de Siracusa es una mujer y a la vez el símbolo de la carne".
En las páginas de El pont de la mar blava, Lluís Nicolau d'Olwer quiso comprobar el debate suscitado por esta Venus, como hemos hecho algunos visitantes posteriores: "Contemplen esta soberbia factura anatómica, observen la morbidez de estas carnes en que la mano haría presa; reparen en el ligero temblor de este hombro, como si acabase de herirlo un viento frío; fíjense en la vida que toman en todo su cuerpo las vetas apenas visibles del mármol. Sobre el cuerpo turbador y admirable pónganle la cabeza soñada, la de los ojos en que amen reflejarse, la de los labios que les resulten más dulces".
Josep Pla, por su lado, escribió en el volumen Les illes a propósito de la pieza: "Pese a los veinticuatro siglos que lleva de existencia, uno queda ante ella fascinado, deslumbrado por las formas radiantes de su presencia. Fue sacada del mar, que es como si la hubiesen recogido del fondo de los siglos".
La Venus de Siracusa suma a todas las demás venus el raro privilegio de poder acariciar discretamente su tibieza, cuando nadie mira, para añadir la percepción del tacto a la turbación de los incrédulos.

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