22 abr 2017

La felicidad, a veces, no sabe lo que se pierde

La melancolía, la nostalgia, la languidez, el esplín, el abatimiento siempre me han parecido una pose que no arregla nada. Me he resistido a practicar esas inclinaciones del espíritu, también cuando he tenido motivos. Mi actitud anhelante ha sido a veces impostada, pero la he mantenido. No me atrae el prestigio atribuido a la desgana, al tedio. Más de una vez he paseado por los Jardines del Luxemburgo parisinos con el alma a los pies, pero he regresado para recorrerlos como si todo estuviese bien, convencido de que las cosas podían mejorar de nuevo. Joan Manuel Serrat escribía en el artículo “Aquel verano de 1953, en Ibiza”, que abría el suplemento de verano de El Periódico en agosto de 2008.“No se debe volver al lugar donde un día
fuimos felices. Las luces y la màgia que ahora celebro desde el recuerdo, ya no están”. Sus palabras recuerdan la “Canción de las simples cosas”, del cantautor argentino César Isella, que tanto nos gusta entonar a Cecilia Rossetto y a mi (yo en privado estricto), los días en que nos ponemos muy sentimentales:

Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó a la vida
y entonces comprende cómo están ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo...

Serrat dice que no se debe regresar a esos lugares, Isella regresa a ellos para comprobar la huella de la ausencia. A mi me gusta volver a los lugares en que un día sentí la caricia de la felicidad, a pesar de que el paso del tiempo la haya devorado en aquella versión. 
Me gusta volver a los rincones del Jardín del Luxemburgo parisino, no fallo nunca a la cita. La felicidad ya no está de la misma forma que en etapas anteriores. Pero el lugar y yo sí que estamos! Sé que ella también vuelve, renovada, a veces. Y si no vuelve, no sabe lo que se pierde.
Siempre se ha dicho que los dioses provocan aburrimiento a quienes desean destruir, aunque en realidad aburrirse es un verbo reflexivo, una acción que se inflige a uno mismo, sujeto y objeto a la vez. Los estados de ánimo fluctúan, a veces bajan de voltaje y se tiene que saber encajar la limitación de estímulos. Hay períodos más invertebrados, sin un aglutinante preciso. Los días desaboridos pueden durar, pero eso no modifica el plan de trabajo, me digo.

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