Hoy es la Candelaria, fecha crucial del calendario meteorológico invernal. Este año nos amenaza con una extraordinaria ola de frío siberiano, exactamente el mismo día en que comenzó la legendaria helada de 1956, que duró hasta el 26 de febrero. Después del granizo del 2 de febrero de aquel año, no llovió ni nevó, pero el viento del norte favoreció que helara durante veinticuatro días seguidos sin interrupción, de
día y de noche. La frío de 1956 (en Girona lo dicen en femenino) mató olivos centenarios, además de otros frutales.
La flor del almendro, que ya ha despuntado, suele pagar muy cara su belleza impaciente, igual que las mimosas. Pero por alguna razón milenaria, atávica y también alimenticia, nos preocupamos sobre todo por los olivos. La última temporada ha sido catastrófica: la sequía del verano convirtió las aceitunas en minúsculos botones exhaustos que caían solos del árbol. Este invierno no ha sido necesario acudir a batir o “peinar” muchos olivares del país porque no quedaba nada aprovechable. Los molinos de aceite han destilado poquísimo “oro verde”
Sin embargo los olivos son resistentes. La helada puede matar al árbol, rasgar el tronco y sin embargo verlo rebrotar más adelante gracias a la vida conservada por las raíces más hondas. La naturaleza se basa en morir y renacer, en perdonar el efecto de las calamidades, en jugar con la inmortalidad. Cada olivo es un viejo luchador sobrevivido, por no decir resucitado. También por eso los vemos como un símbolo glorioso.
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