Monumentos anatómicos del arte de las formas |
Pensaba que el carnaval de Río consistía en un gran baile tropical de disfraces y me equivocaba. En realidad es una manifestación de los pobres en las avenidas reservadas para que muestren por unos días su belleza, su alegría, su música, su existencia acicalada y radiante. El ciclo menstrual de la metrópolis les concede estas fechas de gracia, con permiso para invadir y parar el país. Bajan a miles de las favelas y toman el asfalto
con el lujo de la fantasía. En el carnaval (debe pronunciarse carnava-u) participa una humanidad oceánica, efusiva y vitalista.
Las mulatas de los desfiles –como también las de cada día-- ostentan el pecado inmortal de la belleza cristalizado en su movimiento ondulante y ditirámbico, una fuente lasciva de poderosas aptitudes retóricas, monumentos anatómicos del arte de las formas y en concreto del mérito de la curva enérgica, cálida y pigmentada como el cobre. Las prietas convexidades de las mulatas del hilo dental, la contemplación de su movimiento animado --dotado de ánima-- demuestra que el fenómeno ha sido modelado por la naturaleza con un lenguaje propio. Su balanceo corporal, estudiado a compás de metrónomo, da lugar a un ritmo pautado contra el aire que desplazan, una auténtica construcción poética.
El mestizaje ha favorecido una hibridación humana de resultados visibles. El clima ha permitido la desenvoltura vestimentaria. La tradición ha traído costumbres más laxas, añadidas a la sensualidad del trópico y al eterno impulso de seducción. A los gimnasios aquí los denominan literalmente académias y un insigne compositor como Antônio Carlos Jobim era capaz de declarar: “Cambio cualquier sinfonía de Beethoven por una buena erección”.
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