La dificultad de adoptar una visión consensuada de los dos últimos siglos de historia de España vuelve a ponerse de relieve estos días a raíz del bicentenario de la proclamación de la Constitución liberal de Cádiz el 19 de marzo de 1812, día de San José, y por eso apodada la Pepa. Que el grito liberal de “¡Viva la Pepa!” se convirtiera dentro del lenguaje popular en sinónimo de descontrol ya resulta ilustrativo.
Aquella Constitución aprobada por las Cortes
reunidas, sitiadas y casi exiliadas en Cádiz representó un paso adelante, ni que estuviese cargada de contradicciones. De entrada, recogía los principios de la Ilustración procedentes de Francia, el país vecino contra cuya ocupación se alzaban los diputados, después de que la familia real española y su clase dirigente huyeran ante el invasor. Algunos dicen que la Constitución de Cádiz fue ingenua y prematura, y que por eso duró tan poco, derogada por la reinstauración borbónica del absolutista Fernando VII, el “rey felón”.
El mismo debate inconcluso se produjo en 2008 a raíz del bicentenario del levantamiento popular del Dos de Mayo en Madrid contra la invasión napoleónica. La falta de consenso sobre la propia historia deriva de que España es un estado formado de mala manera, a medias. El retorno del absolutismo en la persona de Fernando VII alargó las malformaciones durante cerca de dos siglos, con los intervalos liberales de las dos Repúblicas y la otra restauración borbónica más europea de la Constitución de 1978.
Los casi dos siglos de modernidad perdida provocan que los historiadores polemicen alrededor de las “dos Españas” de siempre. Los liberales españoles, calificados a menudo de afrancesados o cosas peores, vivieron como pudieron la tragedia de tener que optar entre el invasor cargado de ideas modernizadoras o el pueblo que lo combatía en nombre de la tradición, el rey y la tierra. La mayoría se exiliaron. La España moderna se construyó de forma excluyente. Durante mi infancia en casa todavía eran algo afrancesados.
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