Mi libro Maillol, l’escultor carnal se presentó el 11 de enero en el Celler Espelt de Vilajuïga. El periodista y escritor figuerense Sebastià Roig leyó el siguiente texto, que le agradezco muy especialmente: “Buenas tardes y gracias por su asistencia. Como ya saben, el motivo que nos reúne es invitarles, de forma efusiva, a la compra y la lectura de Maillol, l'escultor carnal, el libro de Xavier Febrés. Por el mismo precio, y ya puestos, pediría a todos los presentes que aprovechen la ocasión para fijarse en la figura de Xavier. Mírenlo con calma, porque no sé si tendrán a menudo la oportunidad de ver tan de cerca a un periodista de verdad. Un periodista auténtico,
con una hoja de servicios amplia, heterodoxa, loable y envidiable.
con una hoja de servicios amplia, heterodoxa, loable y envidiable.
Lo repito: fíjense bien, dicho sea con todo el respeto del universo, porque los periodistas como él son, hoy por hoy, una especie en vías de extinción… Xavier forma parte de ese gremio de artesanos del párrafo impecable, de esa legión de orfebres que publican sobre un material tangible, crujiente y desechable llamado papel de diario. Una labor que, por desgracia, pasará muy pronto a engrosar la lista de oficios desaparecidos, en compañía de los campaneros, los afiladores, los hombres del manubrio o los pescadores de coral… Es posible que el oficio de escultor, tal y como se concebía en la época de Arístides Maillol, también corra la misma suerte, si no ha sucumbido ya. Pero las cosas son como son. Y, según dicen los entendidos, progresan adecuadamente.
El mundo del periodismo, como saben, incluye a profesionales de muchos colores y muchas clases. Abundan los periodistas de codo, que no suelen moverse de la redacción y, clavados ante el ordenador, se dedican a cortar, ajustar y editar dentro de la maqueta los comunicados que les llegan desde organismos, entidades y partidos políticos. Mucho más interesantes son los individuos como Xavier, quienes prefieren alejarse de la monotonía de la edición para dedicarse a pisar calles, cunetas, sembrados y bosques. A pasear arriba y abajo, con los cinco sentidos desplegados, siempre a la búsqueda de no se sabe exactamente qué.
Estos ejemplares no son tan habituales como ustedes piensan. Se trata de individuos –o individuas– infectados por el virus de la curiosidad y la fiebre de la observación. Y lo cierto es que solamente observado –y girando la vista con precisión, a derecha e izquierda, con una mirada medio melancólica, medio soñadora–, podrán descubrir los datos necesarios que les permitirán encapsular –con nombres, artículos, verbos y adjetivos–, la esencia vertebradora de un paisaje, el trasfondo de un comportamiento social o la causa motora que propulsa determinado cambio histórico.
Y todo eso, créanme, es imposible interpretarlo si uno se queda encerrado en la redacción. Tan solo se logra descodificarlo observando al aire libre, cavilando y paseando la vista sobre un escenario, una situación o un personaje. Este ejercicio de observación, en realidad, no es muy distinto de los que practicaba Arístides Maillol al concebir todas aquellas señoras rotundas y exquisitas, de grupa noble y bien torneada, con que revolucionó la estatuaria moderna.
Maillol se instalaba en un claro del bosque, en el valle de Banyuls, y se dedicaba durante horas y horas a perder dioptrías contemplando una modelo desnuda. Esa actividad, como se puede suponer, no era muy bien comprendida por los campesinos y los viticultores de los alrededores, quienes veían en su convecino a un hombre que, como dirían los castellanos, tenía más cuento que Calleja. En Banyuls, donde las facturas se pagaban con el contrabando, no podían entender que con todo aquel invento de las esculturas alguien alcanzara a ganar dinero, prestigio y fama universal. Lo mismo ocurriría, unos años más tarde, en Figueres y Cadaqués, cada vez que un señor con bigotes aparecía haciendo locuras en la tele o el No-Do. Y es que ser artista, por muy internacional que sea su obra, siempre implica un grado de incomprensión entre la gente de su pueblo, quienes les han visto crecer y suelen considerarles auténticos carcamales.
Banyuls, sin duda, es un lugar muy singular. Además de caracterizarse por ser el alfa y el omega de la obra mailloliana, es un lugar de solvencia vinícola. Por eso presentar este libro en el marco del Celler Espelt resulta un acierto, ya que en la obra se pueden encontrar varios pasajes que glosan el esplendor de las viñas catalanas. No se trata de las viñas del condado de Ampurias, que hoy nos rodean, sino de sus primas hermanas del otro lado de la Albera.
Afirma Xavier: "Las viñas, como tantas otras cosas, son ciclotímicas. En otoño ostentan un encarnado heráldico. En invierno las cepas desmienten el aspecto fantasmal con la garantía incipiente de unas hojas tiernas, que en primavera barnizarán, de forma ditirámbica, unos racimos jugosos, un triunfo sanguíneo de la tierra y de la habilidad humana para extraerle rendimiento y disfrutarlo. El vino es una expresión del carácter del clima y la magia del vinatero, un punto de encuentro entre naturaleza y cultura, una filosofía materializada, igual como la obra de Maillol".
El párrafo que acaban de escuchar les da una idea de cómo escribe este hombre. A mi me gustan mucho esos fragmentos líricos y bien cincelados, donde el ritmo de la frase se ordena alrededor de adjetivos precisos, de la musicalidad de las palabras y la plasticidad de las imágenes. En el libro, de forma inevitable, esos tramos líricos se alternan con informaciones de tipo histórico, geográfico, artístico o biográfico referidas a Maillol, a su obra, al entorno, la familia, las amistades o las modelos que le inspiraban. Xavier sabe dosificarlo muy bien, de modo que conduce al lector por donde quiere, consiguiendo que se deslice sin sobresaltos.
Les confieso que el libro de Xavier me atrapo. Lo leí de una sentada y, mientras lo devoraba, no podía dejar de pensar que su autor es heredero, continuador y renovador de la magnífica escuela catalana de periodistas literarios que empezó a dibujarse en los años 20 del siglo pasado. De aquel grupo de escritores cosmopolitas que explicaban la historia, el arte y la cultura del país con una mirada contemporánea, desde cabeceras tan plurales como la del semanario Mirador. Hablo de una generación que reunió a nombres tan conocidos como Sagarra, Gaziel y Pla, y a autores menos consagrados, pero notables y valiosos, como Jaume Passarell, Manuel Amat o Josep Maria Planes. Todos nos dejaron textos que se pueden releer, disfrutar y saborear aun hoy, sin que resulten apolillados, cursis u ortopédicos.
Del mismo modo, me atrevo a aventurar que el libro de Xavier es una obra para ser leída y releída. Tiene un arranque formidable, escrito en primera persona y con un nervio apasionado y entusiasta, donde el autor reivindica el gozo de dirigirse hacia Francia desde Espolla, siguiendo el camino que atraviesa el Coll de Banyuls. Un itinerario que aliña con recuerdos personales, descripciones del paisaje y una introducción a la geografía humana de la villa de Banyuls de la Marenda. En los capítulos siguientes, Xavier se nos esconde, se hace menos evidente, para dejar paso a la vida, obra y milagros de Arístides Maillol. Y aunque entiendo la razón, a mi me habría gustado que el autor estuviera más presente. Esto no invalida que Xavier haya confeccionado un texto solvente, ameno, documentado y que debe ser fruto de alguna historia sentimental; porque, como él mismo apunta, casi todos los libros son de entrada o de salida una historia sentimental.
Más allá del sentimiento, lo que hay en este Maillol es el sedimento. El sedimento y el poso, fruto del oficio de un escritor que se ha dedicado a pasar y repasar por el filtro una serie de lecturas, reflexiones y experiencias surgidas alrededor de la obra de Maillol o de sus viajes por el Rosellón. El resultado demuestra que es preciso preservar la memoria de las grandes figuras culturales, sobre todo las de un tiempo alejado del nuestro, ahora que vemos como las librerías cierran, por falta de lectores, o que los 140 caracteres de una intervención digital parecen más transcendentes que las 140 páginas de cualquier libro.
Por eso debemos estar satisfechos con la aparición de este Maillol, que haya autores dispuestos a escribirlo y que puedan encontrar a editores dispuestos a publicarlo, pese a ser conscientes de publicar un título de los llamados de fondo. Y si les llaman de fondo debe ser porque entre raya y raya porta ocultan alguna carga de profundidad, algún mecanismo de relojería capaz de explosionar en el cerebro del lector y estimularle, por ejemplo, a tomar el coche desde Espolla para trasladarse al otro lado de la Albera a ejercer el privilegio de observar, extasiarse con el anfiteatro del lado rosellonés, con el viñedo del valle de Banyuls y el mar como telón de fondo. Y aprovechar el viaje para conocer el museo instalado junto al torrente de la Roma, en la masovería que Maillol utilizaba como de taller y donde pasaba la mitad del año. Porque el artista, en un gesto de alta fidelidad a la tierra, repartía su existencia entre París y Banyuls.
Para acabar, permítanme decir que Maillol, l'escultor carnal serà de gran utilidad a todos aquellos que como yo que, antes de leerlo, no sabían gran cosa del escultor catalán. En esta categoría de indocumentados también entran los guías de excursiones, como el que encontré en diciembre en Perpiñán rodeado de un rebaño de gente castellanohablante que se apiñaba frente a los 120 kilos de bronce de la Venus de la plaza de la Lonja. Armado de espíritu i oídos de observador, me acerqué al guía para escuchar lo que decía de la Venus. Ante mi sorpresa, liquidó la descripción de la estatua en poco más de un minuto, con cuatro tópicos desangelados (la desnudez, el espíritu mediterráneo) –sin citar en ningún momento la catalanidad de su creador–; antes de empujar a los turistas hacia el edificio de la Lonja, donde les propinó unas cuantas perogrulladas que habrían sonrojado a Oriol Junqueras.
Tal vez la mejor forma de contrarrestar aquel ejercicio de desinformación sería logrando que el editor Quim Curbet instalase una máquina expendedora de libros a dos pasos de la Venus, en la que se pudiera comprar este título –si es preciso con las correspondientes traducciones al castellano, el francés y al inglés. Sería una forma de restaurar el conocimiento de la obra de Arístides Maillol. Mientras eso no suceda y no coloquen la maquinita dichosa, les invito a procurarse desde ya un ejemplar de esta obra. Y a descubrir las claves vitales y estéticas de un artista terco, brillante y enérgico; de un joven pintor, que fue amigo de Gauguin y de Matisse; de un escultor internacional que siempre se consideró catalán, de un anciano enraizado en el paisaje mediterráneo en que creció y que, a los 70 años, aun disfrutaba como un animal bailando sardanas”.
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