Hoy he hecho la presentación en el auditorio del Museo del Corcho de Palafrugell del libro de Jordi Turró Les barraques de pescadors a la Costa Brava y he dicho que, al enterarme diez años atrás de que este joven documentalista de la Fundación Ernest Morató se proponía acometer el tema, me apresuré a revolver en mi archivo para hacerle llegar los papeles que había acumulado alrededor de una de mis inclinaciones periodísticas y literarias relacionadas con Palafrugell, el Ampurdán, el Mediterráneo, las habaneras y demasiadas cosas más. Les barracas de pescadores, definidas en la contraportada del libro como “sencillas y humildes paredes allí donde el azul del mar se diluye en
el verde de los pinos y el blanco encalado”, son en realidad un símbolo, un testimonio, un tarro de las esencias, un relicario de un estilo de vida cargado de riquezas dentro de su pobreza.
el verde de los pinos y el blanco encalado”, son en realidad un símbolo, un testimonio, un tarro de las esencias, un relicario de un estilo de vida cargado de riquezas dentro de su pobreza.
Las barracas de pescadores fueron el origen de muchas cosas, empezando por la más fundamental: el repoblamiento humano de la franja litoral tras la desaparición de la amenaza de las invasiones piratas que asolaron este litoral hasta mediados del siglo XVIII, hace menos de 300 años. Hoy nos resulta difícil de imaginar, pero nuestra costa, nuestra playa fue hasta aquel momento una franja de tierra yerma, insalubre, deshabitada e insegura. Dentro de las herencias familiares, las franjas costeras eran las “malas tierras” sin provecho alguno, en comparación con las “buenas tierras” cultivables del interior inmediato.
Las barracas, almacenes o refugios comunales de pescadores fueron el primer y tímido intento de retomar posesión de la costa por parte de los habitantes de la comarca, una vez neutralizado el peligro berberisco. La vida de los pescadores que empezaron a utilizarlas fue agria. El espectacular florecimiento de la actividad corchera a partir de aquel mismo período de mediados del siglo XVIII, primero a escala artesanal y luego industrial, significó una prosperidad de la que también se aprovecharon en alguna medida los poblados marineros y los nuevos mercados que se abrían a la pesca.
En municipios ampurdaneses y gerundenses la prosperidad del corcho benefició a todas las capas sociales en distintas intensidades: los propietarios de bosques y los fabricantes, los empleados administrativos, los artesanos o trabajadores manuales. A diferencia del maquinismo intensivo de la simultánea industria textil catalana, la prosperidad corchera necesitó menos inmigración de peonaje y permitió mantener muchos estilos de vida anteriores sin desenraizarse del paisaje heredado.
Aquellas primitivas barracas de pescadores se consolidaron, ampliaron, transformaron. En algunos casos incluso se conservaron, reconvertidas en bucólicos y robinsonianos lugares de encuentro para grupos de amigos que se reunían a la orilla de los puntos de pesca y de caza, protegidos de los vientos dominantes y cerca de alguna fuente, congregados alrededor de una marmita o unas brasas bien provistas, antes de arrancarse a “cantar un par de ellas”, inevitablemente, durante la sobremesa. Esas barracas fueron el crisol –hoy tal vez deberíamos decir el tubo de ensayo— de una sociabilidad popular en la que contaban la amistad, el contacto con la naturaleza, el arte del comer y el arte de cantar entre amigos.
El fenómeno ha tenido feliz continuidad y yo mismo escribí en 1988 en mi libro Passeig de mar, refiriéndome a los encuentros de la Societat d’en Nyoca en la cala d’es Vedell, sobre “unas sobremesas que solo se apagan con el sol y en las que, a veces, es preciso pedir piedad para no morir de risa o sencillamente de satisfacción. Lograr ese clima sigue teniendo un gran mérito. Mejor dicho, lo tiene cada vez más. Cada uno dice lo que quiere y Bepes aporta el poema dedicado, escrito para cada ocasión. Haberle oído recitar su producción, elaborada con tanta cariño pensando en los ágapes de la cala d’es Vedell, es una de aquellas satisfacciones que empujan al entusiasmo”.
Una vez situados en el contexto histórico y el contenido de cultura popular de las barracas de pescadores y los grupos que posteriormente las utilizaron como lugar de encuentro, resultaba de toda lógica que la Fundación Ernest Morató, dedicada al estudio y la divulgación de las habaneras y cantos de taberna, fijase su atención en estas construcciones por su papel, como he dicho, de relicario. Lo ha hecho de modo sorprendente, por la amplitud del resultado, de una calidad de investigación e interpretación por encima de muchos tratados intrascendentes o soporíferos de la cultura digamos académica.
Describe 80 barracas actualmente existentes en uno u otro estado, de Port Bou hasta Blanes. Las barracas de viña o de pastor y las construcciones de piedra seca ya habían sido estudiadas, pero no de la misma forma las de la costa. Además, el libro se acompaña con una valiosa grabación inédita de una cantada de taberna, registrada en 1945 en el inolvidable Can Patxei de Tamariu con el mítico terceto de Abelardo Niño Hermoso, integrado por los cantores palafrugellenses Abelard Rodríguez, Joan Deulofeu (llamado es Ninyo) y Josep Puig, el Hermós, hijo de Sebastià Puig, el Hermós de las páginas de Josep Pla.
El libro constituye una muestra brillante, vibrante e irrebatible de lo que la Fundación Ernest Morató podría seguir realizando si dispusiera de los medios necesarios para contratar a jóvenes documentalistas como Jordi Turró, quien trabajó en ella de 2003 a 2008 y que posiblemente seguiría haciéndolo si esos medios existieran. No podemos olvidar que la actual proyección nacional de las habaneras estalló inesperadamente en 1966 precisamente a raíz de la presentación de otro libro, Calella de Palafrugell i les havaneres, de Ernest Morató, Frederic Sirés y Joan Pericot, con la colaboración de Francesc Alsius y Frederic Martí. Las presentaciones de libros de esta temática a veces llevan pólvora histórica y me gustaría que este sirviera también para que la Fundación Ernest Morató reciba los medios para una supervivencia activa.
Una de las páginas que me ha interesado más del libro es la de los créditos, una página “técnica” que los lectores suelen pasar por alto. Sin embargo esta vez contiene –casi escondida entre líneas-- una de las frases más hermosas. Es la última de todas, dentro de la letra pequeña, en el capítulo de agradecimientos. Tras enumerar una lista de personas y entidades, entre las que Jordi Turró tiene la amabilidad de hacerme constar, el autor acaba por decir tímidamente, en la última línea, en el último suspiro de los agradecimientos: “Y especialmente a María, por compartir las caminatas y colaborar en la redacción, porque solo ella ha conocido el significado del tiempo”.
¡Es una frase digna de Marcel Proust! Debemos agradecer a Jordi Turró –y también a María-- que con este libro tan trabajado nos hayan dado a conocer precisamente el significado del tiempo, que no es poco.
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