28 ago 2013

El Partenón como ejemplo de perfección, sobriedad y éxtasis ajados

Prefiero subir a primera hora, cuando el sol aun poco alzado empieza a pintar las columnas dóricas de un color exacto de oro fulgente contra la tela azulísima del cielo ático con una luz rutilante, pura, crepitante, capaz de demostrar que la piedra inerte puede ser efusiva y la dureza marmórea tan dulce. El resultado de los dos últimos siglos de obras de restauración es completamente inaparente, más allá de la renovación periódica del emplazamiento de les grúas y los andamios. Siempre he visto esta ruina exactamente igual. Me incomoda que el contacto con el Partenón despierte tantos éxtasis ajados, desvaríos de simple postal. Los éxtasis es preciso renovarlos con la mentalidad y el estilo de cada época. Algunos
visitantes piensan que todas las muchachas griegas se parecen a Irene Papas y recitan a Eurípides por la calle, que los chicos tienen un cuerpo de kouros y los hombres debaten en los cafés casi como Sócrates mientras juegan al tavli o backgammon. Dicen detectar en el Partenón un campo magnético, no sé qué aura térmica, la grandeza y la tragedia de la plusvalía griega... Esas almitas vaporosas deben creer que el paisaje és una construcción mental, una elaboración del espíritu, un idilio del pensamiento, una valoración subjetiva.
Estoy harto de quienes se confiesan “sin aliento” al descubrir la Acrópolis “revestida por la majestad de los siglos” al doblar cualquier esquina de Atenas, de quienes dicen que la recorren con “mirada acariciadora”, de quienes aquí sienten “la llamada de los sustratos más profundos de nuestra alma”, de quienes hablan de la sombra sublime del Parnaso, del embrujo de las puestas de sol ante el mar vinoso de Ulises, de la fragante primavera de la Argólida y los olivos herederos de aquellos de Homero, Sócrates y Adriano... ¡Cuánta zaragata, cuánta fraseología de funambulistas, cuánta literatura de claqué! ¡Basta de ese color! 
El lirismo, para que sea auténtico, reclama algo de espíritu crítico y respeto de la realidad. El Partenón es como es hoy, tal como lo vemos con nuestros ojos, con los sentimientos contradictorios derivados de lo que vivimos en cada momento. Es un hecho vivo, no una triste ruina, un derribo ininteligible. Tiene una parte sublime y otra caótica, porque la antigüedad no es una cosa decorativa de frialdad académica, venerable, aburrida y definitivamente muerta. Todo lo contrario, la antigüedad es algo de principios vivos, perviventes. El Partenón es una de las construcciones más bellas y luminosas que ha levantado y maltratado el hombre en los últimos treinta siglos, un ejemplo de perfección y sobriedad, el monumento de la Atenas democrática, el símbolo actual de Grecia y de Europa, la traducción en piedra del espíritu creativo de aquel clasicismo y una imagen viva de la libertad, la belleza y la cultura, librada hoy a la vasta cohorte de visitantes, así como a mi mirada incansable y con frecuencia atónita. 
Atenas no es solamente la de la antigüedad ni la antigüedad es solamente el siglo de Pericles ni el siglo de Pericles se reduce a la Acrópolis y el Partenón. El apogeo de Pericles ocupa tres décadas de un total de tres milenios de la ciudad, la cual ha sufrido asimismo derrotas y vacíos durante largos siglos. Después de aquel zenit, los períodos siguientes de la Atenas helenística, romana, bizantina, otomana y moderna configuran igual o más aun su carácter. Yo solo dejaría entrar a los turistas una vez aclarado esto.

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