El gran enigma de la vida no es la muerte, ya explicada del derecho y del revés por cada una de las ramas de la ciencia. El gran enigma de la vida es el amor, que sigue resultando inexplicable en términos racionales, lo cual no significa que sea un mito lírico, la fibrilación de una nube semántica. El amor constituye un ingrediente vital básico que se resiste a todas las fórmulas, como un triunfo de la complejidad esencial de las cosas básicas por encima de nuestra pretensión de pautarlas, domarlas y preverlas. Probablemente una de las últimas cosas que el hombre entenderá cómo funciona es esta, pese a figurar entre las que más necesita para sobrevivir desde el momento de nacer hasta el de
morir. El amor es primordialmente un sentimiento, no un raciocinio. Esa diferencia de concepto, ese contraste de partida, entraña el núcleo de la dificultad y su grandeza.
Todo el mundo ha escrito sobre el asunto, lo cual significa que se han dicho las más amplias bobadas. Josep Pla, sin ir más lejos, era capaz de comenzar un capítulo titulado “El gran momento del amor”, en el libro Humor, candor…, con la frase: “El gran momento del amor es antes de empezar”, y quedarse tan ancho en su grafomanía omnisciente. En cuanto a la ciencia, le escuece extraordinariamente su pequeñez ante el fenómeno del amor e intenta ceñirlo sin descanso, en un trabajo de Sísifo condenado a la insignificancia.
Algunas de sus probaturas resultan enternecedoras por la ambición infatuada que invierten, como el último libro del psicólogo belga Leo Bormans, titulado en la edición francesa The World Book of Love. Le secret de l’amour. El subtítulo resulta más sospechoso todavía si cabe: “100 expertos de todo el mundo comparten sus conocimientos sobre el amor”. Distinguidos sociólogos, psicólogos, neurólogos, sexólogos, antropólogos y demás “ólogos” exponen a lo largo de 350 páginas una prolija lista de cosas sabidas o supuestas y explotan el interés del tema para darle las infinitas vueltas de la gallina ciega.
Por ejemplo el neuropsiquiatra Jean-Didier Vincent al decir: “El amor es una forma de gestión de la materia. Hoy podemos defender que el amor es una cuestión de química. El objetivo del amor es muy sencillo, consiste en relacionar a las personas entre ellas. Las primeras teorías sobre el amor fueron elaboradas por Platón, quien entendió mejor que nadie el deseo amoroso, la función de la carencia y del deseo corporal, resumiéndolo en la célebre frase: “Lo que no se tiene, lo que no se es y que nos falta es el objeto del deseo y del amor’”.
Este párrafo multiplicado por cien entrevistas forma el libro superventas. Me ha interesado más encontrar en el suplemento sabatino del Corriere della Sera del 9 de noviembre unas palabras del nonagenario sociólogo Edgar Morin, quien dos años atrás se casó por cuarta vez: “Alegría, tristeza y amor son las cosas fundamentales de la vida. Ahora los economistas piensan que todo se puede reducir a números, pero los cálculos representan una parte pequeñísima de los humanos. No pueden medir ni entender la pasión, el dolor, el placer. En definitiva, no pueden entender nada”.
Me ha quedado la sensación de que el amor sigue siendo un imprevisto esencial de nuestro hardware biológico y cultural, un misterio sin el que las personas seríamos números en manos de los expertos. No me parece una sensación desagradable, sino más bien estimulante.
morir. El amor es primordialmente un sentimiento, no un raciocinio. Esa diferencia de concepto, ese contraste de partida, entraña el núcleo de la dificultad y su grandeza.
Todo el mundo ha escrito sobre el asunto, lo cual significa que se han dicho las más amplias bobadas. Josep Pla, sin ir más lejos, era capaz de comenzar un capítulo titulado “El gran momento del amor”, en el libro Humor, candor…, con la frase: “El gran momento del amor es antes de empezar”, y quedarse tan ancho en su grafomanía omnisciente. En cuanto a la ciencia, le escuece extraordinariamente su pequeñez ante el fenómeno del amor e intenta ceñirlo sin descanso, en un trabajo de Sísifo condenado a la insignificancia.
Algunas de sus probaturas resultan enternecedoras por la ambición infatuada que invierten, como el último libro del psicólogo belga Leo Bormans, titulado en la edición francesa The World Book of Love. Le secret de l’amour. El subtítulo resulta más sospechoso todavía si cabe: “100 expertos de todo el mundo comparten sus conocimientos sobre el amor”. Distinguidos sociólogos, psicólogos, neurólogos, sexólogos, antropólogos y demás “ólogos” exponen a lo largo de 350 páginas una prolija lista de cosas sabidas o supuestas y explotan el interés del tema para darle las infinitas vueltas de la gallina ciega.
Por ejemplo el neuropsiquiatra Jean-Didier Vincent al decir: “El amor es una forma de gestión de la materia. Hoy podemos defender que el amor es una cuestión de química. El objetivo del amor es muy sencillo, consiste en relacionar a las personas entre ellas. Las primeras teorías sobre el amor fueron elaboradas por Platón, quien entendió mejor que nadie el deseo amoroso, la función de la carencia y del deseo corporal, resumiéndolo en la célebre frase: “Lo que no se tiene, lo que no se es y que nos falta es el objeto del deseo y del amor’”.
Este párrafo multiplicado por cien entrevistas forma el libro superventas. Me ha interesado más encontrar en el suplemento sabatino del Corriere della Sera del 9 de noviembre unas palabras del nonagenario sociólogo Edgar Morin, quien dos años atrás se casó por cuarta vez: “Alegría, tristeza y amor son las cosas fundamentales de la vida. Ahora los economistas piensan que todo se puede reducir a números, pero los cálculos representan una parte pequeñísima de los humanos. No pueden medir ni entender la pasión, el dolor, el placer. En definitiva, no pueden entender nada”.
Me ha quedado la sensación de que el amor sigue siendo un imprevisto esencial de nuestro hardware biológico y cultural, un misterio sin el que las personas seríamos números en manos de los expertos. No me parece una sensación desagradable, sino más bien estimulante.
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