10 feb 2014

La lágrima de cada mañana, sin más apoteosis que la natural

Cuando en invierno salgo de casa por la mañana, junto a los primeros pasos en la calle suelen aparecer unas tímidas lágrimas en la comisura de mis ojos. Es natural, la película lacrimal se irrita al entrar en súbito contacto con el frío y reacciona. Los primeros años me molestaba, en invierno siempre debo andar con kleenex en el bolsillo, me daba media vergüenza que me viesen lagrimear y lo que pudiesen pensar. Consulté al oculista, no le dio importancia ni remedio, pero me informó que el fenómeno se denomina epífora en oftalmología, que ya son ganas de sofisticar el lenguaje gremial. He terminado por acostumbrarme a mi epífora, la veo como una molestia asumible, incluso le he encontrado el lado positivo: se trata de una reacción
beneficiosa del ojo para mantenerse bien humectado, despierto y en estado de rendimiento. No es preciso hacer de ello una montaña.
De mañanita, en invierno, lagrimeo un poco al salir a la calle. No le doy más vueltas. Sin duda es poca cosa, aunque la aparición de la sensación húmeda en el rostro me resulta muy perceptible, como si quisiera reclamar el derecho a llorar por causas naturales, cotidianas, rutinarias. Algunos días la lagrimita, si no le pongo pronto remedio con el pañuelo, empieza a rodar por la mejilla y tengo que atraparla al vuelo, a medio recorrido, antes de que se embale. 
Tal vez me he acostumbrado demasiado. Ahora la echo de menos si alguna mañana de clima más propicio no hace aparición en la comisura de los ojos. Se ha convertido en un indicio de la capacidad de reaccionar para adaptarse al mundo exterior, aunque sea al precio de unas lágrimas casi más esperadas que inoportunas.
La mirada tiene sus fluidos y no siempre son de desespero. No debemos dramatizar con las lágrimas. Al contrario, esta mía tan matinal representan una especie de saludo, de lubricante, de bienvenida al aire libre, de minúsculo peaje por el contacto con la realidad y sus variaciones. 
A veces las recibo con alguna canción que murmuro para el cuello de mi camisa mientras doy los primeros pasos por la calle. Procuro que la letra o la melodía guarden relación con la detección en aquel instante de su presencia, aunque cualquier alusión lírica a las lágrimas acostumbra a ser  muy desgarrada en la versión canónica, tradicional y prácticamente inevitable.
En ocasiones me emociono en exceso y lo dejo correr, porque la intención era saludar discretamente a mi lágrima, no magnificarla. Muchos días me viene a la mente en esos instantes de irrupción matinal el grandísimo y sucinto fado “Lágrima”, una de las letras más bellas del mundo, escrita por Amália Rodrigues sobre una música del guitarrista Carlos Gonçalves:

Cheia de penas me deito e com mais penas me levanto... 
No meu peito, ja me ficou no meu peito este jeito de querer tanto!
Desespero, tenho por meu desespero dentro de mim o castigo. 
Eu não te quero, eu digo que não te quero e de noite sonho contigo.
Se considero que um dia hei de morrer no desespero 
que tenho de te nao ver estendo o meu xaile no chao 
e deixo-me adormecer. Se eu soubesse que morrendo 
tu me havias de chorar, por uma lagrima, que alegría, me deixaria matar.

Ha conocido muchísimas versiones. Incontables cantantes de distintos géneros y países se consideran obligados a versionar el tema como una especie de apoteosis. Este es el problema. Nadie como Amália ha sabido interpretarlo con la apoteosis de la lágrima justa y natural.



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