10 dic 2014

Mirada al destino casi siempre funesto de las estatuas ecuestres

A los monarcas, los caudillos y sus corifeos siempre les gustó que algún escultor les inmortalizara a caballo, sin darse cuenta de que en esa postura infatuada siempre sale ganando el animal de debajo en elegancia de gesto y de proporciones. El escultor se luce con el caballo, comprensiblemente. El mejor ejemplo en la historia de la escultura es el monumento veneciano de Andrea Verrochio dedicado al caballero Bartolomeo Colleoni en el campo o plaza de San Zanipolo. El caballero no ha pasado a la historia, el caballo sí. Todavía en la actualidad transcurren bajo su vientre algunas de las mejores horas venecianas, en las terrazas de los
cafés que la rodean.
En cambio Barcelona ha sido poco afortunada en materia de estatuas ecuestres. La modelada por el noucentista Josep Llimona (el escultor con más obra pública en Barcelona) del conde Ramón Berenguer III en la Via Laietana, al pie de la muralla y la catedral (fragmento en la foto adjunta), es visiblemente esmirriada en su contexto. El escultor se esmeró algo más en la otra que dedicó a San Jorge en el parque de Montjuïc, favorecida por la iniciativa de representarlos a ambos a pelo, el caballo sin montura y el caballero sin vestiduras.
La dedicada en 1887 al general Juan Prim por el escultor Lluís Puiggener al final del paseo de los Tilos –y los magnolios— del parque de la Ciutadella resulta polémica por definición. Desde el entonces recinto militar del parque de la Ciutadella Prim bombardeó sin piedad Barcelona en 1843 para sofocar la revuelta popular de la Jamancia. 
El joven coronel reusense y diputado por Tarragona había encabezado el golpe de Estado liberal anticarlista contra Espartero, aunque defraudó con tanta rapidez las expectativas de los seguidores republicanos que tres meses después se levantaron contra su gobierno. La revuelta podía triunfar. Para evitarlo Prim asedió Barcelona y la bombardeó desde Montjuïc, la Ciutadella, la Barceloneta y Gracia, más duramente todavía que Espartero un año antes.
Muy propenso a los pronunciamientos, encabezó de nuevo el golpe de Estado disfrazado de revolución liberal que fue la Gloriosa de 1868, expulsó al exilio a la reina Isabel II y prometió en las Cortes que ningún Borbón volvería al trono español mientras él viviese. Incumplió una vez más las expectativas de cambios sociales y fue asesinado en 1870 en un atentado en Madrid, mientras ocupaba el cargo de jefe del gobierno español (el catalán que lo ha ocupado durante más tiempo –un año y medio--, por delante de los presidentes de la I República Estanislao Figueras –cuatro meses—y Francesc Pi Margall –-un mes). 
La estatua ecuestre del general Prim fue erigida en 1887 en el parque de la Ciutadella, desde donde había bombardeado la ciudad, en reconocimiento por su cesión posterior del recinto militar al dominio público. Fue destruida en 1936 y los autores dejaron inscrito en el pedestal: “FAI. Monumento derribado por las J.J.L.L. [Juventudes Libertarias] de Gracia”. Sería reconstruida en la postguerra por el escultor Frederic Marés. 
Paradójicamente, a escala barcelonesa la mejor estatua ecuestre es con probabilidad la del general Franco que modeló en 1963 el escultor Josep Viladomat por encargo del alcalde Porcioles, colocada en el castillo de Montjuïc en agradecimiento por su cesión a la ciudad y hoy retirada en un depósito municipal. El general aparecía piernicorto, sobre todo en comparación con la prestancia del caballo. El destino con frecuencia funesto de las estatuas ecuestres se cumplía también de modo inexorable. Seguramente por eso se han dejado de hacer, generalmente hablando.

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