De vez en cuando me dejo caer en Calella de Palafrugell. Al llegar al volante del coche a la rotonda de entrada a Palafrugell que distribuye el tránsito en las distintas direcciones, soy incapaz de tomar como todo el mundo la autovía que conduce directa a Calella. Escojo la alternativa de la carretera vieja empujado por una opción irreflexiva, como una elección de autenticidad, una fidelidad probablemente inútil, una libertad de estilo intrascendente, una postura ante el tiempo o un acto de posesión de la vida oculta del mundo. No lo hago por ninguna decisión deliberada o argumentable. Me lleva el corazón, sencillamente. Y noto que lo hace con
cierto orgullo.
cierto orgullo.
Me gustan las eses parsimoniosas de la carretera vieja, pasar por la Horta d’en Lluent, saludar de un vistazo el camino de Ermedás, tener que frenar en la curva de Santa Margarida y buscar aun con la mirada la figura de Josep M. Vehí de Cabrera i Gatius, el heredero del mas-castillo Borrull, subido a su tractor cuando labraba estos campos. Al final de la recta del paraje de Alzinelles y del viejo mas Xinxer comienza la subida del encinar, en cuyos prados adyacentes siempre vi pastar las vacas, hasta que dejaron de estar.
La fronda del encinar, de un verde inmóvil y silencioso, es uno de los morceau de bravoure del recorrido, un paisaje de sensualidad casi táctil, a la sombra misteriosa y viva del bosque. Culmina en el cambio de rasante del pequeño cementerio de Calella, a la altura del nuevo barrio de chalets y apartamentos del Prat Xirlo, desde el que se vislumbra por primera vez Sa Baixada y el festón azulísimo del mar.
Esta entrada de Calella ha conocido una transformación urbanística terrorífica, míseramente aceptada como un destino somático. Podríamos ponerle nombres y apellidos, caras concretas y progenituras saldadas, si eso interesara hoy a nadie. “Un paisaje es el resultado de una lucha de fuerzas naturales, un recuerdo de la intensidad de esta lucha, el esqueleto de una batalla del caos”, dice Josep Pla en el libro Humor, candor...
El paisaje marinero de Calella no ha desaparecido del todo, el pueblo sí. Ahora es una urbanización desierta casi todo el año y sobresaturada en fechas fijas del calendario. Salvo en el momento álgido del verano, limitados grupos de personas se dirigen a comer a los restaurantes de orillas del mar los sábados y domingos soleados.
A media tarde el lugar recupera el carácter desierto, endulzado por la fusión de la luz dorada, ocre, púrpura o carmín con los blancos tensos de Calella --blancos de todos los colores, como los del pintor Corot—que a esa hora perlan en una combustión lenta, como un trabajo de lima. La calma preludia un crepúsculo de tristeza serena, un estado de ánimo sólido y dulce. A veces el viento ligeramente salado (un xaloquell, un garbí mugriento) pone alguna musiquita y el pensamiento se columpia con una debilidad segura y etimológica.
Reconozco las señas del escenario y cada una de sus transformaciones. Aun lo siento mío sin haber pasado por el notario. Paseo por aquí porque lo amo y eso es siempre un sentimiento indescifrado, propenso a la generosidad o bien a la crueldad. Para algunos el amor siempre será una ingenuidad de validez pasajera. Para otros es una expresión deferente de la sangre.
En las calles de Calella todavía encuentro algún viejo recurso para estacionar el coche. Arranco la caminata al pie de la Torre. En el paseo del Canadell compruebo que la casa Pla, la casa Juanola y la casa Sunyer todavía estén (las únicas originarias). Me desvío hacia el mirador de Primitiu Guri, observo que el pestillo de la valla esté abierto y vuelvo sobre mis pasos para llenarme de la pequeña maravilla del puerto de Malaspina. Resigo el camino de Es Còdol y paso por las Voltes nuevas como quien entra bajo palio en el templo de la plaza del del Port Bo, para inclinarme ante la terraza de Can Batlle, el omphalos mundi de aquel cosmos.
Por debajo de las Voltes viejas hace tiempo que no se pasa, privatizadas por las terrazas de los restaurantes. En la playa de Calau recuerdo los gallineros a la orilla del mar de Ángel Fernández del bar la Vela, la figura de Marcel.lí Simon que rodó por todo el mundo y la de Xicu Closas Palet de Can Palet, que me enseñó a escrutar “s’illa” (la isla) como quien lee todos los augurios en una bola de cristal.
La subida de Sa Platgeta y el barrio de la Barandilla ya me agarran algo más escéptico. Debo vencer la pereza para llegar a Port Pelegrí y los Canyers del barrio de Sant Roc. Me detengo en la bancada del mirador. Retomo fuerzas para alargar la ruta hasta el camino de ronda del Golfet, otra delicia que por momentos obliga a creer en los milagros.
La belleza, en definitiva, se halla en la mirada que pone cada uno, en los ingredientes que incorpora, en el conocimiento que la enriquece, en la capacidad de maravillarse que la ennoblece y la dilata. La mirada siempre tiene “pa a l’ull” (pan en el ojo), pero a veces es un pan sabroso, vital, crujiente, inmune a la humedad potásica de la lágrima.
Escribe Dante en el inmortal soneto de 1293 “Tanto gentile e tanto onesta pare”, de la Vita nuova: “Mostrasi sì piacente a qui la mira, che da per li ochi una dolcezza al core, che’ntender non la può chi non la prova; e par que de la sua labbia si mova un spirito soave, pien d’amore, che va dicendo a l’anima: sospira”,
Por eso, concretamente, aun me dejo caer de vez en cuando en Calella de Palafrugell.
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