Detectar la belleza, entenderla y disfrutarla es un noble afán tan viejo com el mundo. La belleza suele ser tan necesaria como inasible. Empezando por la dificultad de definirla, dado que las palabras guardan una proximidad relativa y laboriosa con la esencia de las cosas. El profesor norteamericano de filosofia Crispin Sartwell realiza el admirable y enésimo esfuerzo en este sentido en el libro Los seis nombres de la belleza, traducido aquí en una asequible y cuidada edición. La sobrecubierta del libro (el retrato “La chica del sombrero rojo”, de Vermeer, que se encuentra en la National Gallery de Washington) plantea desde antes de comenzar a leer el reto imposible y a la vez magnético: muchos lectores atraídos que lo hemos comprado no hubiésemos elegido esa pintura para ilustrar el tema enunciado en el título. No importa. Asistir una vez más al esfuerzo por definir la belleza gratifica la lectura y estimula las deducciones o las contraopiniones de cada lector. Discurrir sobre la belleza,
sabiendo que el autor no lo logrará del todo ni el lector tampoco, es el anhelo que nos mueve en búsqueda del premio de entreverla.
sabiendo que el autor no lo logrará del todo ni el lector tampoco, es el anhelo que nos mueve en búsqueda del premio de entreverla.
No se refiere únicamente a la estética de personas, objetos, paisajes o ideas. También cuenta extraordinariamente, por ejemplo, la belleza de unos instantes vividos o del carácter humano, de una forma de ser. El libro apela a ejemplos muy variados.
Entre todas las expresiones de la fortuna vibrante de la belleza, a mi suele tensarme la atención la variedad de personas observadas por la calle y el arte de la conversación. En el interior de un museo acostumbro a centrarme más en la pose de los visitantes que en la mayoría de obras expuestas. En un vagón de metro encuentro, algunos días, Venus más vitales que en los libros de arte. A veces entro en los grandes almacenes tan solo para presenciar como los clientes componen un ballet de mil caras y actitudes. Viajo a algunas ciudades para entregarme a la simple y suntuosa costumbre de mirar pasar la gente. Lo he relatado en algunos libros sobre Milán, Buenos Aires o Atenas, aunque podría hacerlo extensivo a otros lugares.
Entre todas las expresiones de la fortuna vibrante de la belleza, a mi suele tensarme la atención la variedad de personas observadas por la calle y el arte de la conversación. En el interior de un museo acostumbro a centrarme más en la pose de los visitantes que en la mayoría de obras expuestas. En un vagón de metro encuentro, algunos días, Venus más vitales que en los libros de arte. A veces entro en los grandes almacenes tan solo para presenciar como los clientes componen un ballet de mil caras y actitudes. Viajo a algunas ciudades para entregarme a la simple y suntuosa costumbre de mirar pasar la gente. Lo he relatado en algunos libros sobre Milán, Buenos Aires o Atenas, aunque podría hacerlo extensivo a otros lugares.
Mirar a la gente pasar no siempre es un gesto maquinal, puede convertirse en uno de los grandes espectáculos de la belleza del mundo. Hacerlo con cierta intención de descubrimiento, con cierto rendimiento de la mirada, requiere el mismo discernimiento que se aplicaría a una exposición de arte. Se tiene que saber mirar, si se quiere detectar el temblor de la belleza.
Mirar no ha sido nunca un acto mecánico, ni siquiera al hacerlo por distracción. Se puede mirar con más o menos intencionalidad, con la capacidad de percepción más o menos focalizada, pero incluso la mirada perdida busca algo. Mirar a la gente pasar me abre el deseo de entenderla. Puede llegar a culminar en la sensación de intimar un poco con algunos miembros de la corriente, cuando intercambiamos algo más que la mirada y hablamos, tentamos la suerte de la palabra articulada, la belleza de la palabra de cada día. A veces surge, en los libros o los encuentros, el jugo de oro de alguna idea felizmente expresada y brindada de modo espontáneo.
La forma de una nube, el vuelo momentáneamente detenido de un pájaro, el rayo de luz sobre un punto del escenario, el brillo manso de la luna llena, un poema redondo e interrogante no siempre alcanzan la cantidad de emoción que ofrece el soplo de la belleza y el temblor de la realidad contenido en una conversación informal y lograda.
Es preciso sumar muchos elementos agraciados para llegar al punto de destello espontáneo del fenómeno. No se trata de cánones estéticos, de esperanza de perfección, de clichés de elegancia o estilo, de refinamiento formal ni de la epifanía accidental de la sonrisa de los dioses. No, nada de eso. Se trata del principio activo, libre e imprevisto de la belleza viva y articulada, dentro de una fortuna seguramente aleatoria a la hora de materializarse. El destello acostumbra a desvanecerse con la misma espontaneidad.
Me gustaría entender la belleza, no solo percibirla. Intuyo que hace emerger del alma una verdad secreta sobre nosotros mismos y el horizonte de nuestras promesas. Encarna a la vez la manifestación más tangible y reiterada de nuestra incapacidad de definirla y, más aun, de corporizarnos a su lado. Entre las volutas narrativas de Los seis nombres de la belleza me ha parecido reconocer algunas figuras familiares, y con eso me doy por bien leído.
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