5 ago 2015

El trozo de barrio de Gracia que comparto con la alcaldesa Colau


La alcaldesa Ada Colau vive en la calle Córcega, a la altura del Camp d’en Grassot, que es donde yo nací y me crié, a la sombra entonces tan oscura y expiatoria de la Sagrada Familia. Es un trozo del barrio de Gracia sin nada de particular, limítrofe con el Eixample. En mi infancia aun tenía carbonerías, vaquerías con vaca y muchos descampados para guardar las maderas viejas de la hoguera de Sant Joan. El balcón de casa daba frente por frente a la concurrida bodega Termes, de la que era hijo el historiador Josep Termes. Luego viví en otras ciudades y, una vez retornado a Barcelona, en
otros barrios. Ahora vivo de nuevo en mi trozo de barrio de origen y me asombra la pequeña celebridad que ha adquirido esa zona urbana de la menestralía anónima.
Durante mi época escolar tenía de vecino a Enrique Vila-Matas y posteriormente volví a encontrarle en los pupitres de la Escuela de Periodismo, pero entonces no era conocido, aunque apuntaba en ese camino con una cierta vocación. La pequeña celebridad de mi trozo de barrio de infancia ha sido inducida sobre todo por el cronista Joan de Sagarra, que vive ahí desde hace veinticinco años y lo comenta con frecuencia en sus crónicas del diario La Vanguardia, movido por un localismo no ya de país, región ni municipio, sino de las cuatro calles que rodean al domicilio: "Yo soy un europeo de barrio", repite Sagarra, y lo argumenta a través de la descripción del mundo cuotidiano de esas cuatro calles. 
El perímetro aludido por Sagarra es el cruce del Passeig de Sant Joan con la calle Rosellón y las más inmediatas. Cada vez que paso por ahí recuerdo una vieja historia de cada portal, de cada establecimiento, casi de cada árbol. No lo he escrito nunca en detalle, tal vez porque no guardo de la infancia y adolescencia un recuerdo exaltante. 
He vivido en distintos lugares por elección, porque me han gustado, aunque no me hayan despertado un amor topográfico preciso, salvo un único caso. Amé mucho a la Plaza Molina durante el corto período de un año y medio en que viví ahí. Es obvio que dentro de estos sentimientos se mezclan varios factores, pero en cualquier caso yo amé claramente a la Plaza Molina. 
Reencontré en ella, a la pequeña escala de las posibilidades, el sentido de ágora, de lugar de encuentro espontáneo, asamblea y encrucijada de una comunidad de conocidos y saludados. Contribuía sin duda a ello que mi pareja fuese en aquel lugar una persona conocida desde años atrás. Algunos vecinos eran antiguos conocidos míos, sin embargo la mayoría me dispensaron un grado de afecto desde el momento de verme por primera vez, debido al motivo de mi presencia, como una estima por delegación o alianza. Nunca me aproveché, ni menos aun abusé, de aquel estatuto. 
Reintegrado ahora al mi trozo de barrio de origen, le reconozco una comodidad funcional, incluso experimento un sentimiento de pertenencia, aunque sin llegar a mitificarlo ni convertirlo en materia literaria vibrante. Lo amo razonablemente, sin una pasión desbordada, pero a medida que me hago mayor observo que cada día me satisface más cuando otros lo evocan con la misma identificación familiar y cotidiana que yo, y que la alcaldesa Ada Colau.

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