Algunas tardes enfilo la carretera de Begur y bajo hasta la cala de Sa Tuna solo por contemplar desde la playa de guijarros como el rayo de sol poniente tensa, imanta y enciende la Punta d’es Plom, el brazo de roca que cierra por el lado de garbí la cazuela de la pequeña bahía, la cala oclusa como una valva. Lo hace con una luz incisiva, reflexiva y crujiente, de una pureza que no parece de este mundo, dotada de un sistema compositivo y una eficacia narrativa que no necesita musas ni correlato simbólico alguno sobre la roca hirsuta, abrupta y familiar. El diccionario Alcover-Moll define la palabra “tuna” como silo o cueva de forma ovalada. A esta hora la roca, ofrecida lánguidamente al sol, fulge con un brillo de plata vieja, en un
espectáculo lumínico de preciosismo simple y fabuloso a la vez, de una vivacidad mesuradísima y fina, asomada a la sombra ensoñada del lienzo de agua luciente.
espectáculo lumínico de preciosismo simple y fabuloso a la vez, de una vivacidad mesuradísima y fina, asomada a la sombra ensoñada del lienzo de agua luciente.
La escena casi lacustre, mojada por la claridad densa de la tarde, se convierte en una reducción del paraíso terrenal a escala aceptable. Posee una rotundidad perfecta y un sabor acentuado, cuando se mira con un sentido de limitación razonable y la placidez que procura el mar enmarcado, delimitado, abrazado por la tierra.
La ondulación de las olas llega a la playa medio dormida, pacífica, sin pretensiones, con una lentitud afable, una constancia asegurada y por tanto relajante. Contribuye sin duda que en Sa Tuna no haya nunca nadie, absolutamente nadie. Hay muchas casitas, tan solo abiertas en el momento álgido del verano.
El único hostal, privilegiado a flor de agua, dispone de cinco habitaciones durante la temporada. El resto del año no hay nadie, absolutamente nadie, salvo quienes nos acercamos un rato a contemplar el prodigio del paisaje y palpar nuestras pulsaciones.
El único hostal, privilegiado a flor de agua, dispone de cinco habitaciones durante la temporada. El resto del año no hay nadie, absolutamente nadie, salvo quienes nos acercamos un rato a contemplar el prodigio del paisaje y palpar nuestras pulsaciones.
Años atrás toda la montaña que actúa de cabecera de la cala estaba plantada de viñas, olivos y algarrobos. Los pescadores de Sa Tuna vivían de la pesca y del heroísmo de sus mujeres, que subían a pie a vender el pescado en Begur por atajos polvorientos y cuestas empinadas. La carretera no se asfaltó hasta 1952, para los visitantes.
Sus casitas fueron modificadas y multiplicadas por el movimiento turístico de las segundas residencias, que tiene la amabilidad de venir poco y ceder el terreno casi todo el año a quienes algunas tardes enfilamos la carretera de Begur y bajamos hasta Sa Tuna solo por ver como el rayo de sol poniente tensa, imanta y enciende la Punta d’es Plom y nuestra alma.
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