30 may 2016

Amar a Roma, después de tantos años, no precisa muchas palabras

Acabo de pasar el fin de semana en Roma, la ciudad que amo más del mundo y desde hace más tiempo. He ido a reencontrar amigos (si no están ocupados), a maravillarme como cada primavera ante el despliegue de 600 macetas de azaleas en flor en la monumental escalinata barroca que ramblea en Piazza di Spagna (si no está en obras) y,  ya stanco morto de caminar, tomar uno o dos amaros en la terraza del bar de Piazza Farnese (si está abierto), mirar pasar el aire de la vida que el escenario potencia y jugar mentalmente a los dados con los recuerdos: algunos fútiles y otros, en cambio, exquisitos y fragantes como una ofrenda al Dios vago que acostumbra a no decir nada. Roma es una ciudad de plazas que se sienten amadas,
comprendidas, reconocidas, probablemente porque Roma es la plaza del mundo.
El centro histórico barroco coincide con el centro urbano de hoy. Desprende una sensación de belleza depurada, esperanza, complejidad y gratitud, mientras se marchita lentamente con la fe puesta en algún futuro, como un edificio de la memoria que arde a fuego lento, en venganza contra el tiempo que quisiera momificarlo todo y no lo logra. El deseo vivaz y descreído se interpone, como lo haría una lima capaz de decapar y barnizar de nuevo la madera de los sentimientos desordenados. 
Esta vez me he concedido la libertad de no escribir nada. Algunos momentos se viven sin necesidad de describirlos. Les basta con un trazo, un gesto, un beso. En uno de los aforismos del Libro del desasosiego, Fernando Pessoa sostiene: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. 
El primer día en Roma sin escribir me rondaba el remordimiento profesional. El segundo también, aunque ya no tanto. El tercero me he declarado definitivamente libre de amar la ciudad sin explicaciones escritas, con la libertad adquirida de los viejos amantes en la capa freática que comparten, entendiéndose mediante la mirada sin necesidad de argumentos coherentes. Escribí en 1986 junto a Rossend Domènech el libro Roma, passejar i civilitzar-se, reeditado y puesto al día en 2000. En este mismo blog se pueden encontrar media docena larga da artículos sobre la ciudad, fruto de las periódicas estancias de los últimos años. 
Esta vez me he concedido la licencia de pasear y civilizarme en Roma sin escribir. Ha sido la forma de acariciarla que me apetecía, sin reproches ni resoluciones que se contentan con poco. Todo lo que tenemos por decirnos, después de tantos años, podemos hacerlo con la mirada afectuosa y los sobreentendidos que hemos asentado. Los argumentos ya no es preciso repetirlos, son los mismos. 
Escribir no es una función natural ni una materia prima, tan solo un ejercicio. Eso contiene la misma diferencia de matiz que entre sentirse infeliz o bien triste, entre encontrarse blando o bien vacío, entre la transitoriedad o bien la renuncia, entre el mal menor de la escala técnica o bien la comodidad a título póstumo. Esta vez no he escrito. No se trata de un gatillazo, solo quería probar la dulzura de sentirme libre de dejar de hacerlo. 
El amor correspondido da más sentido a las cosas y más impulso a la libido que las palabras. “Par tibi Roma, nihil cum sis prope tota ruina”. Nada como tu, Roma, aunque no seas más que ruina.

1 comentarios:

  1. Roma es la eterna plaza del mundo. “Par tibi Roma, nihil cum sis prope tota ruina”, Es una ruina elocuente.
    Salud
    Francesc Cornadó

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